Transcripción: Los que se saben la letra, que la canten
COMPARTIR
Daniel Alarcón: Soy Daniel Alarcón. Hoy en Radio Ambulante, Los que se saben la letra que la canten.
Nos vamos a Tamaulipas, en el norte de México. Es el epicentro de la llamada guerra contra el narco, un conflicto que tiene una particularidad. No se puede nombrar a los bandos que la pelean. Ni mencionar por qué se matan. Ni pedir explicaciones por tanta sangre.
La escritora Lizzy Cantú nos cuenta cómo uno aprende a convivir con tanto silencio.
Lizzy Cantú: Era diciembre y con mis primos y hermanos estábamos en la cochera de la casa de mi abuela, celebrando como cada año, una posada antes de Navidad. Pero los músicos ya no querían cantar.
Lizzy Cantú: Mientras abríamos otra cerveza y espantábamos el frío frotándonos las manos, los músicos sostenían incómodos la tarola y el acordeón. Queríamos que el fara fara cantara un corrido conocido, La Dama de Hierro, que cuenta la historia de una abogada que había desobedecido al narco. Pero no. Nada. La ejecución de la protagonista era tan reciente que los músicos parecían tener amnesia temporal.
Pedimos explicaciones, y uno de los músicos, un hombre bajito, de bigote tupido, respondió «Si quieren, nosotros ponemos la música y ustedes la cantan… No sea que nos oigan»
Y no tuvimos que preguntarle a quién se refería.
Lizzy Cantú: A los norteños de México nos gusta presumir que somos francos y honestos. Queremos creer que por la aridez de nuestras tierras no nos andamos con rodeos. Que no nos asustan las pistolas, los huracanes ni las víboras porque crecimos rodeados de ellos.
Lizzy Cantú: Soy de Reynosa, Tamaulipas, una ciudad con casi un millón de habitantes pero alma de pueblo. Queda al borde del Río Bravo. A una hora del Golfo de México y a cinco minutos de Texas. Queda en el corazón de una guerra contra el narcotráfico, una guerra que para nosotroses solo la continuación de la violencia de las décadas anteriores. El salto a la fama de las escenas que hace tiempo vemos desde las ventanas.
Lizzy Cantú: Para nosotros cantar corridos en una reunión familiar con los abuelos y los primos no es una extravagancia, ni el motivo de estudios sociológicos en universidades extranjeras. Aprendimos a cantar un repertorio de historias que incluía contrabandistas, hijas desobedientes, hacendatarios honorables, maestras despechadas, policías valientes, tramposos entrañables, y narcos.
Lizzy Cantú: Cada vez había más corridos de narcos porque cada vez había más narcos. Que fueran más no era problema, porque eran todavía leyendas. Pero los corridos, junto con las balas y su sangre se fueron volviendo más actuales. Y transitamos de un tipo de historia al otro sin darnos cuenta que poco a poco íbamos a quedarnos sin poder ponerle letra a nuestras canciones.
Lizzy Cantú: Volver por unos días a mi ciudad significa recuperar el acento golpeado y cantado del noreste. Ese en donde cada sílaba se pronuncia con el ritmo seco de un martillo y sólo de vez en cuando se atropellan los finales: ahijao, chiquía, pelao. En las ciudades ribereñas se habla recio, se anuncian las visitas con chiflidos, y los vecinos suenan el claxon de las camionetas cuando pasan por la cuadra y se encuentran con algún conocido.
Lizzy Cantú: Pero adentro de las casas, donde se supone que sólo entran los de confianza, hay palabras que se susurran, que apenas se dibujan con los labios, como si fuera pecado decirlas, como si hiciera falta aprender otro idioma para ponerte al tanto de los chismes. Es como volver y darte cuenta que ya no entiendes tu lengua materna.
Lizzy Cantú: “Estos fulanos”, dice una de mis tías y tuerce la boca levantando las cejas, como si los tuviera enfrente. Pero está sola. “¿Quiénes, mamá?”, pregunta su hija, que tiene años viviendo fuera. “¡Ay, pues quiénes van a ser, los malos contigo no se puede hablar!”
Lizzy Cantú: Hay palabras que ya no se dicen. En Reynosa una de ellas es narco. Sólo se dice la gente. Y hay letras que ya no se mencionan, como la última del abecedario, porque así se hacen llamar los delincuentes peligrosos. Hemos empezado a entender que hay de unos y de otros: son de aquella gente o de esta gente.
Lizzy Cantú: Desde que vivo fuera lo advierto cuando llamo a mi mamá por Skype y ella acerca su rostro a la pantalla y susurra mirando por encima de su hombro como si fueran a descubrirnos. Lo que me cuenta no es ningún secreto. Son las mismas historias que repiten los noticieros. Pero para nosotros tienen otro significado porque se trata de nuestros conocidos, de apellidos familiares, de calles donde antes íbamos a dar la vuelta.
Lizzy Cantú: En Reynosa he oído pláticas donde La Constructora de Guadalajara no es una nueva empresa, y la Compañía de Gas no vende combustible, sino que son otro modo de nombrar al Cartel del Golfo, de llamar a los que firman mantas en los puentes cuando es el aniversario de la captura de algún líder de sicarios. En Reynosa “los malos” no son todos los delincuentes, sino sólo los contrarios al Cédégé, “los de la letra”. Allí a un vecino lo pasean para asustarlo, al esposo de una amiga lo levantan, al compadre le cobran piso. Es decir, secuestran, matan, extorsionan.
Lizzy Cantú: A mi generación nadie nos mostró la sangre, ni nos explicó los corridos. Cuando yo tenía trece años, en los años noventa, era cool escuchar las historias de mi tierra en los discos de las bandas de rock, nos parecía un acto rebelde cantar «Contrabando y traición» con guitarra eléctrica. Nosotros nos sabíamos la letra desde antes, pero no conocimos a los protagonistas.
Lizzy Cantú: Y en esa época todavía las cantábamos completas porque no habíamos visto los cadáveres en las calles, ni los cuerpos colgados en los puentes. Porque a ninguno de nuestra edad lo había alcanzado aún una bala perdida. Ahora, mis hermanos y los de su generación, muchachos que no hicieron el servicio militar, hablan de armas como los de la mía hablaban de autos.
Lizzy Cantú: Aprendieron que los federales traen M-16s, que si son G-3 son del ejército, y que ya casi ningún malandro carga con AK-47 porque ahora lo que predomina son los R-15s. Pero no se habla de masacres ni de balaceras. Dicen que hubo cuetes. O una tronadera. Y si a alguno le hacen daño, seguro que no era un narco sino un narquillo. «El diminutivo es un paliativo para recuperar la conversación», me explica uno de mis hermanos por Skype, con la puerta de la casa bien cerrada. [Se cierra una puerta] Narquillo es una palabra permitida, un nombre que nos da menos miedo.
Lizzy Cantú: Aquella noche de invierno, frente a los músicos de chaqueta de cuero y sombrero, nadie protestó demasiado. Queríamos seguir pasándola bien. «Es mejor que no se la sepan, primo», dijo mi hermano cuando el fara-fara no quiso cantar aquel corrido. «No vayamos a terminar cantando otra cosa». Se río, nervioso, y comenzaron a tocar.
Los demás sólo tarareamos, aunque sí nos supiéramos la letra.
Daniel Alarcón: Lizzy Cantú es editora de Etiqueta Negra, y vive en Lima, Perú.
Esta historia es una co-producción de esa revista y Radio Ambulante. Gracias a Camilo Martínez del estudio La Guayaba.
Radio Ambulante busca descubrir las historias de América Latina. Grabamos en KALW en San Francisco, California. Para escuchar más, visita nuestra página web, radioambulante.org.