Líbranos del mal | Transcripción

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[Pre-Roll Giving Tuesday]

[Daniel Alarcón]: Esto es Radio Ambulante desde NPR, soy Daniel Alarcón.

Esta historia empieza en un convento en la pequeña ciudad de Nogoyá, en el noreste argentino, un domingo de agosto de 1999.

Ese día, Silvia Albarenque se vistió de negro. Cuando salió de la capilla, iba acompañada por sus padres. Uno a cada lado, casi sin mirarse entre ellos. Detrás, iba el resto de la familia: su hermana mayor, sus cuatro hermanos, sus tíos. Era una mañana de invierno y avanzaban a pasos cortos, como en una procesión. 

Se detuvieron unos metros después, frente a una gran puerta de madera, que abrió con un crujido. Era la puerta que separaría a Silvia del mundo. Desde allí, pudo ver a quienes la esperaban del otro lado, en su nueva vida: 13 mujeres vestidas de marrón y de negro, una al lado de la otra. Había llegado el momento. Tenía que despedirse. 

Silvia abrazó a sus familiares, uno por uno. Estaba conmovida de que todos hubieran viajado hasta allí, por ella.  

[Silvia Albarenque]: Todos los que me demostraban algo a mí me hacía sorprender. En esos días yo me estaba dando cuenta de que… de que había mucha gente que me quería. 

[Daniel]: Su hermano Francisco la seguía con la mirada. 

[Francisco]: Las monjas abren la puerta de la clausura y es ahí donde Silvia empieza a llorar.

[Daniel]: Francisco iba vestido de monaguillo. Tenía solo 16 años, pero algún día quería ser sacerdote, así que asistir al cura durante la ceremonia de su hermana había sido un honor. 

Pero no todos en la familia entendían la decisión de Silvia. Otro de sus hermanos, Marcelo, no podía creer lo que estaba a punto de hacer: entrar a un convento de las Carmelitas Descalzas, a los 18 años, para pasar el resto de su vida encerrada en un claustro. Sin salir nunca, ni a visitarlos a ellos. 

Su postura, desde el primer momento, había sido clara:

[Marcelo]: Yo no quiero que esté ahí adentro, no quiero perder a mi hermana.

[Daniel]: Pero Silvia no lo veía como una pérdida: para ella, el convento era más bien como un refugio. Sobre todo, del caos de los últimos años en su familia. Parados todos allí, a su alrededor, parecía que las cosas estaban bien, pero no era así: desde que su papá había abandonado la casa, casi un año antes, el mundo de los Albarenque se había resquebrajado.

[Silvia]: Me sentía un poco a la deriva, como un barco que perdió el timón. 

[Daniel]: Era una familia muy religiosa, de las que rezan el rosario todos los días. Y en esos tiempos turbulentos Silvia había empezado a rezar más que nunca. Con el tiempo se había decidido: su vida sería solo eso, una vida de oración. En el convento todos sus problemas quedarían atrás.

[Silvia]: Todo lo bueno para mí estaba ahí y estaba protegida de las cosas malas

[Daniel]: Por eso estaba allí, despidiéndose de su familia para siempre. Así que caminó hacia la gran puerta de madera y se arrodilló frente a una de las monjas, que sostenía un crucifijo. Silvia lo besó y luego abrazó a cada una de las 13 mujeres que, desde ese día, serían su familia. 

En ese momento, sentía que no iba a necesitar nada más. 

[Silvia]: Me parece que quería desdoblarme y decir la Silvia del pasado se quedó afuera y ahora soy una persona diferente.

[Daniel]: Cruzó la puerta, y sus padres y sus hermanos vieron cómo se cerraba detrás de ella. Unos minutos después, volvieron a la capilla y la vieron otra vez, pero ahora los separaba una reja de hierro. Silvia ya no llevaba sus pantalones negros, sino su ropa de postulante a monja: un vestido marrón sin mangas, con una camisa blanca por debajo.

La vieron caminar hacia la reja y arrodillarse. A Francisco le recordó el dibujo de una santa en una estampita, con la mirada fija en el altar.

[Francisco]: Simbolizaba en ese momento lo que iba a ser el resto de su vida, estar frente a Dios intercediendo por… por el mundo y en especial por su familia. Y nosotros no teníamos más que estar orgullosos por lo que estaba pasando.

[Daniel]: A Francisco le parecía como si su hermana estuviera a punto de entrar al cielo. Pero lo que nadie sabía era que, allí adentro, lo que le esperaba a Silvia era una temporada en el infierno.

Una pausa y volvemos.

[MIDROLL 1] 

[Daniel]: Estamos de vuelta en Radio Ambulante, soy Daniel Alarcón. Esta historia fue producida por Emilia Erbetta e Imanol Subiela Salvo.

Emilia nos sigue contando.

[Emilia]: Silvia siempre había sentido una fascinación por las monjas, sobre todo por una en particular: su tía abuela. No era una monja de clausura, así que Silvia la veía cada cierto tiempo, cuando iba a visitar a su familia. Se quedaba como hipnotizada mirándola rezar.

[Silvia]: Y era una persona que transmitía tanta… tanta paz, tanta bondad, tanta dulzura. Era como que era tan, no sé, nadie se quería separar de ella.

[Emilia]:  Esa fascinación creció en su adolescencia, cuando vio una miniserie sobre Santa Teresa de los Andes, una joven que abandonó su vida aristocrática para convertirse en carmelita descalza. Silvia se veía a sí misma en Teresa, dispuesta a dejar todo por Dios. Y la vida de las carmelitas le había parecido trascendente, llena de sentido.

[Silvia]: Austeridad, silencio, vida de clausura, penitencia, sacrificio. Todo eso me parecía re copado.

[Emilia]: Cuando terminó el colegio, no pensó en ese camino de inmediato. Pero fue por esa época, que su papá dejó la casa para ir a vivir con otra mujer. 

[Silvia]: Y eso fue un primer punto de quiebre para mí, para mi estructura de lo que estaba acostumbrada, como que si a una casa se le voló el techo 

[Emilia]: Después de la separación de sus padres se mudó a Paraná, la capital de Entre Ríos, para estudiar Psicología en la Universidad Católica. Pero la carrera no le gustó y la ciudad tampoco: era demasiado para ella, que había crecido en María Grande, un pueblo que tenía solo 7 mil habitantes. 

En Paraná volvió a pensar en las monjas, en que podía ser una de ellas. Se sentía en crisis, y le parecía que su vida no era lo que había imaginado.

[Silvia]: Entonces yo dije bueno, me voy a un lugar en donde esté segura, tranquila y estable, de decir hoy estoy acá y el año que viene todo esto va a estar acá también.

[Emilia]: El proceso fue rápido: a principios de agosto visitó el convento y pocos días después ya la habían admitido. La decisión sorprendió a todos en su familia. Su papá y su mamá querían que terminara los estudios de ese año, antes de un cambio tan drástico. Pero Silvia no estaba dispuesta, fue clara: iba a ser carmelita. Y ellos la vieron tan convencida, tan eufórica, que decidieron apoyarla. Después de todo, ellos mismos le habían inculcado la fe.

Desde su primera noche en el convento, Silvia durmió en una habitación a la que llamaban celda. Y era tal cual: un lugar de dos por dos, con un tablón de madera por cama, y un colchón delgado relleno de chala de maíz. Esa incomodidad era una primera ofrenda para Dios. En la celda también había un lavamanos, una mesa y un baúl en donde guardó unas pocas prendas. En el convento nadie podía tener pertenencias. 

[Silvia]: No se puede poseer nada, pero lo que se dice nada. Nada material que sea tuyo.  

[Emilia]: Los pocos objetos que tenía permitido guardar eran suyos mientras la priora, la monja a cargo del convento, así lo dispusiera. Si le decía que tenía que entregarlos debía obedecer. La priora era como una madre para las monjas, y su palabra era la palabra de Cristo. Se llamaba María de los Ángeles y, aunque era estricta, a Silvia le inspiró confianza.

La rutina en el convento era más o menos igual para todas: para las postulantes, como Silvia; para las novicias, las monjas que llevaban poco tiempo y para las carmelitas más antiguas, ya consagradas. 

Los días se organizaban en torno a la Liturgia de las Horas, una serie de rezos para cada momento del día. Empezaban a las 6 de la mañana orando en sus celdas. Después se reunían para hacer misa y, antes de desayunar, volvían a rezar. Entonces comenzaba el trabajo: cada una tenía un oficio designado. A Silvia le tocó hacer imágenes religiosas en yeso. Otras trabajaban cosiendo hábitos, en la huerta, o en la sacristía, preparando todo para la misa. Antes de almorzar rezaban otra vez. El único día de descanso, sin trabajo, era el domingo. Silvia lo aprovechaba para hacer lecturas espirituales y salir un poco más al patio. 

Nadie podía comer carne, y en Semana Santa o Cuaresma tampoco lácteos ni huevos. Las raciones eran pequeñas: arroz, fideos, polenta y verduras que producían en la huerta. Y no podían repetir: si se quedaban con hambre, debían ofrecerlo como ofrenda a Cristo. Una carmelita, le habían dicho a Silvia, acepta el dolor y el sacrificio para la salvación de las almas. Después de limpiar la cocina, tenían una hora de recreo.

[Silvia]: El recreo significa que se puede hablar…  porque el resto de las horas era en silencio. 

[Emilia]: Pero incluso para eso había reglas. Las conversaciones eran en grupo, y no estaba bien visto que dos monjas mantuvieran una charla privada. Estaban ahí como hermanas y esposas de Cristo. No como amigas. 

En el convento no había espejos, y Silvia no debía mirar mucho su cuerpo. Tampoco debía apoyar la espalda al sentarse o quitarse el hábito si hacía mucho calor. Y la puerta de la celda debía estar siempre entreabierta, porque la priora podría entrar en cualquier momento sin avisar. 

A pesar de que Silvia sentía que esa vida de oración era lo que quería, lo que estaba buscando, tantas reglas empezaron a agobiarla.

[Silvia]: Me costaba un horror que minuto a minuto, todo el tiempo estaba con alguien que me esté diciendo lo que tenía que hacer. 

[Emilia]: Su familia podía visitarla solo una vez por mes. Se encontraban en el locutorio, un espacio dividido por una reja. Ella se sentaba de un lado y su familia del otro, pero nunca estaban a solas. Su hermano Francisco recuerda que Silvia entraba al locutorio acompañada por otra monja, la “hermana escucha”, que se sentaba junto a ella y permanecía ahí durante todo el encuentro, controlando que solo hablaran de cuestiones religiosas o espirituales. La vida de los santos, sus lecturas de la biblia…

[Francisco]: Se la va modelando, digamos, qué tiene que decir qué no tiene que decir cuándo tiene que sonreír y cuándo no, y a qué tiene que prestarle atención… Y si había alguna falta, después se le decía “Hermana, usted no tuvo que haber sonreído cuando su hermano contó tal chiste”, una cosa así. 

[Emilia]: Un cartel colgado en el locutorio les recordaba el camino que debía tomar la charla. Francisco se acuerda perfecto de lo que decía… 

[Francisco]: “Hermano, una de dos o no hablar o hablar de Dios que en la casa de Teresa esta ciencia se profesa».

[Emilia]: Dos meses después de haber entrado al convento, Silvia se acercó a la priora María de los Ángeles, para pedirle si podía visitar a su familia. Se suponía que las monjas no debían salir del claustro, pero como ella todavía era una postulante, la priora no le puso muchos reparos. 

Silvia había empezado a tener algunas dudas de su vocación, pero a la vez, le daba culpa ser débil ante la tentación de salir. De todas formas, lo hizo. Estuvo dos días con su familia y les pidió que la llevaran de vuelta. 

[Silvia]: Yo entré en la clausura, que es un lugar sagrado, exclusivo y me dejaron entrar. Yo me tengo que quedar. Era una presión tras otra en mi cabeza.

[Emilia]: Una presión por no decepcionar a su familia: había dejado la universidad, y dejar el convento era como volver a quedar sin rumbo. Pero, sobre todo, por no decepcionar a Dios. Se suponía que pronto debía convertirse en novicia, así que poco tiempo después decidió redoblar su compromiso: dejó de ser postulante y como novicia, comenzó a usar hábito: varias capas de tela, entre túnicas y faldas, que la cubrían hasta el piso. 

Y para ser digna de ese hábito, no podía seguir siendo la misma que había entrado. Ni siquiera podía conservar su nombre. La priora eligió uno nuevo para ella: desde ese momento, ya no sería Silvia Albarenque, sino María Teresa de la Eucaristía. Hasta su familia tenía que decirle así.

[Francisco]: El nombre Silvia estaba prohibido. Era… era su viejo nombre. Era su viejo yo. Su yo pecador. Poco a poco, dejó de demostrar todo signo de Silvia…

[Emilia]: Con el tiempo, en las visitas Silvia se fue poniendo cada vez más callada, distante. Y por cartas se volvió doctrinaria: por ejemplo, le reprochaba a su mamá que usara falda, y a uno de sus hermanos que tuviera un hijo fuera del matrimonio. Con su papá era aún más severa: lo acusaba de estar viviendo en pecado mortal por haber dejado a su mamá. 

De cierta forma, esa mirada tenía que ver con cómo se pintaba en el convento el mundo exterior: un lugar lleno de egoísmo y perversión, del que las paredes del claustro eran una protección. 

Por esos días, Silvia había empezado a utilizar lo que se conoce como la “disciplina”, un pequeño látigo con varias puntas tejidas y endurecidas con cera. La priora María de los Ángeles le dijo que debía utilizarlo para tomar penitencia. No era una idea suya: así lo decían las constituciones de la orden, que regían los conventos de carmelitas en todo el mundo. Tomar penitencia significaba hacer un sacrificio, someterse a un dolor con una intención superior…

[Silvia]: Desde la doctrina católica se puede ofrecer, por ejemplo, por la salud del enfermo, por la conversión de un pecador, por la salvación de las almas del purgatorio. Y siempre tiene que ver con unirlos al sacrificio de Cristo cuando vivió sobre la tierra.

La priora le explicó que debían utilizar ese látigo cada viernes para golpearse en las nalgas y en las piernas, mientras rezaban todas juntas en la oscuridad. Y así empezó a hacerlo. 

[Silvia]: Después le dije a la maestra de novicias que hasta me costaba estar sentada. Y ella se rió y me dijo sí, sí, a todas les pasa al principio, después te acostumbras.

[Emilia]: Cada latigazo era una prueba más de su devoción. 

[Silvia]:  La monja que no quiere usar esto es porque no ama a Cristo… es porque no quiere sufrir por Cristo.

[Emilia]: Pero ella sí lo amaba, aunque por ese amor tuviera que sufrir. Por eso, también usaba el cilicio, una liga de alambre, con pequeñas puntas, que debía ponerse alrededor de los muslos algunas horas a la semana. 

Así vivió otros cuatro años, hasta que en 2004 decidió dar el paso definitivo: tomaría sus votos solemnes. Prometería obediencia, pobreza y castidad para toda la eternidad. Se casaría con Cristo. 

La ceremonia fue un domingo de junio en la capilla del convento, un espacio de paredes blancas y piso cerámico, más parecido a un salón de eventos que a una iglesia. Alguien en el público estaba filmando.

[Coro]: Aleluya… Aleeeluya…

[Emilia]: Silvia tenía la cabeza cubierta por un velo blanco. Su familia la observaba a unos pocos metros del altar. Todos menos su papá, que hacía varios años tenía la entrada prohibida.

El sacerdote que oficiaba la misa le preguntó a Silvia si quería consagrar su vida a Dios hasta la muerte. Y ella, como una novia frente al altar, dijo: “sí, quiero”. Después, se acostó sobre una alfombra, boca abajo, mientras dos monjas echaban sobre ella pétalos de rosa.

[Coro]: Cristo ten piedad de nosotros…

[Emilia]: Silvia recibió de manos del sacerdote un velo negro. Entonces dejó la capilla unos minutos y cuando volvió, llevaba la cabeza cubierta por esa pieza de tela negra. Era un símbolo de todas sus promesas: ya era la esposa de Jesús.

Para ese momento, la comunidad de carmelitas había crecido bastante. Había entrado un grupo de nuevas novicias y las monjas consagradas ya eran unas 20. Y, entre ellas, había una que tenía cada vez más poder. Se llamaba Luisa Toledo, pero en el convento todas la llamaban hermana María Isabel de la Santísima Trinidad. Nosotros le diremos Luisa. 

Era una monja que había pasado toda su vida enclaustrada, y en el convento la habían nombrado sub-priora, la segunda a cargo. Tenía un carácter duro y Silvia sentía que tenía algo personal en contra de ella. Creía que quizás le daban celos su buena relación con la priora.

[Silvia]: Siempre quería centrar el poder en ella, siempre trataba de alguna forma de imponer su forma de ver y de influir mucho en la Superiora, en María de los Ángeles.

[Emilia]: Y María de los Ángeles, estaba claro, no iba a durar mucho más en el poder. Cada vez estaba más anciana. En 2006, cuando ya no pudo llevar adelante el convento, Luisa fue elegida para reemplazarla. 

Y desde ese momento, nada volvió a ser igual. 

[Silvia]: Cuando Luisa Toledo tomó el mando del convento, fue… fue muy dura en todo. 

[Emilia]: Luisa comenzó a revisar personalmente las celdas: se agachaba para mirar debajo de las camas, desarmaba las mantas y leía los cuadernos de conciencia de las hermanas, sus diarios personales sobre cuestiones espirituales. También espació las visitas de los familiares y colocó mesas contra la reja del locutorio. Ya no podían ni darse la mano.

A Francisco, el hermano de Silvia, la nueva priora le daba desconfianza. Se daba cuenta de que estaba llevando el convento a la versión más estricta y ortodoxa de la orden.

[Francisco]: Yo por ahí tenía algunas, algunas pistas de que no estaba muy equilibrada.

[Emilia]: Había empezado a sospecharlo unos años antes cuando, después de estar un tiempo en el seminario, decidió que no quería ser sacerdote. Al enterarse de la noticia, Luisa Toledo lo llamó furiosa. 

[Francisco]: Discutimos bastante por teléfono y me dijo que iban a ver si yo podía seguir yendo al Carmelo o me iban a prohibir las visitas, me amenazó con eso.

[Emilia]: Y Francisco sabía que podían hacerlo, ya lo habían hecho con su padre. Pero nunca imaginó hasta qué punto Luisa transformaría la vida en el convento. Ahora, el silencio de la clausura se interrumpía con sus gritos: si algo le molestaba les ordenaba a las monjas irse a sus celdas y autoflagelarse con la disciplina. 

[Silvia]: Y ahí se notaba un abuso de autoridad y querer demostrar quién manda acá.

[Emilia]: Los momentos de oración se volvieron tensos. Luisa les decía que no perdieran el tiempo, que deberían rezar cada vez más rápido.

[Silvia]: Entonces todo terminaba siendo estresante ¿Qué paz podés encontrar en un ambiente en el que te sentís controlada y en peligro y amenazada todo el tiempo?

[Emilia]: La superiora era severa con todas, pero Silvia sentía que su furia se descargaba más sobre ella y otras dos monjas. Cualquier cosa podía desatar un castigo: una palabra, un gesto, un trabajo no terminado a tiempo. Incluso las retaba si las veía descansando. Y si alguna monja se enfermaba, les decía que era culpa de ellas.

También comenzó a implementar una penitencia nueva: les ordenaba encerrarse en su celda, a pan y agua. Era un sistema que se llamaba “régimen de cárcel”, que se había utilizado en muchos conventos en el pasado, pero estaba en desuso. No podían salir de la celda ni ver a nadie durante días, tantos, que Silvia perdía la noción del tiempo. 

Ningún castigo era tan duro para ella como ese. Duraba hasta que la priora decidía que era suficiente, que ya había expiado su falta. 

[Silvia]: Yo salía abrumada, así… No me animaba ni a mirar a nadie ni a levantar la cabeza. 

[Emilia]: Sentía que cada día encerrada era su culpa.

[Silvia]: Decía esto me lo merezco porque yo soy mala. La superiora se enojó otra vez conmigo porque… por culpa mía, porque yo lo provoqué, porque ella me decía eso y yo me creía todo lo que me decía.

[Emilia]: Otras veces, le prohibía trabajar, suspendía sus recreos y la excluía de los espacios comunes. O le ordenaba usar una mordaza. Ella misma tuvo que fabricarla con un tubo de vitaminas vacío, que debía colocar entre sus dientes y atarse con una correa. La priora la acusaba de ser desobediente y de tener malos pensamientos sobre ella. 

[Silvia]: Ella hablaba de sí misma en tercera persona. Decía: le falta el respeto a nuestra madre. No sabe que nuestra madre representa a Cristo. 

[Emilia]: Entonces, Silvia se arrodillaba y le imploraba perdón. Pero eso la enfurecía más. 

Un día, la priora reunió a todas las monjas. Una de las carmelitas había cometido una falta y debía pedir perdón. Se ubicaron en un círculo y permanecieron paradas mientras la carmelita se ponía de rodillas. Cuando terminó de dar sus disculpas, habló la superiora.

[Silvia]: Le dio toda una reprimenda o una exhortación, no sé cuántas cosas. Después le dijo “Bueno, ahora ya puede sentarse”.

[Emilia]: Silvia observaba en silencio, sin entender qué era lo que la monja había hecho mal, ni por qué tenía que disculparse ante todas. Pensó que ya podía volver a sus celda, pero la priora volvió a hablar.

[Silvia]: De pronto dijo: Bueno, la hermana María pidió perdón por eso. Pero la verdadera culpable es Silvia, porque es la manzana podrida que pudre todo el cajón. Cuando ella dijo eso, yo… no lo podía creer, porque yo ni siquiera sabía de qué estaban hablando.

[Emilia]: La priora le ordenó que se encerrara en la celda, se pusiera la mordaza y usara la disciplina. Silvia la obedeció. Era lo que había prometido ante Dios: obediencia. Se sentía sola, angustiada, impotente.

Una tarde de invierno, estaba en su celda cuando escuchó a la priora en el pasillo. Podía identificar sus pasos, el roce del hábito sobre el piso. Era la hora de la oración de la tarde, así que Silvia primero completó su rezo y luego salió de la celda. Cuando la tuvo enfrente, se armó de valor y le dijo algo en lo que venía pensando desde hacía varios meses.

[Silvia]: Madre Nuestra, me quiero ir.

[Emilia]: La priora le dijo que solo pensar algo así ya era una traición a Cristo.

[Silvia]: Que era una tentación del demonio, que tenía que ahuyentar esos pensamientos. 

[Emilia]: Pero ahuyentar esos pensamientos ya era imposible. No podía sacarse la idea de la cabeza: salir de ahí, porque la vida en el convento se había convertido en una tortura. Como no tenía mucho que perder, comenzó a escribirle notas a la priora en pedazos de papel que arrancaba de su cuaderno. Se las enviaba incluso cuando estaba castigada en la celda. 

 [Silvia]: Le escribía, por ejemplo “Madre nuestra me quiero ir”. Y le mandaba el papelito con la hermana que me llevaba la botella de agua y el pan.

[Emilia]: La priora nunca le respondía estos mensajes. Hasta que un día se la volvió a cruzar por el pasillo y le dijo…

[Silvia]: No se quede tan tranquila, porque yo tengo guardado todos los papelitos que usted me da pidiéndome para irse. 

[Emilia]: Para ese momento, en 2007, Silvia ya llevaba casi ocho años de clausura y conocía el mecanismo para dejar el convento, aunque nunca había visto que una carmelita consagrada abandonara la orden. Si una monja quería irse, tenía que elevar una nota al Papa través de la priora. Siempre había imaginado que una petición así no sería muy bien recibida, pero… 

[Silvia]: Nunca pensé que me iban a negar poder hacer la solicitud al Papa. Es como que si a uno le dijeran “vos para irte tenés que utilizar esta llave. Pero cuando te querés ir te escondieron la llave”.

[Emilia]: No podía hablarlo con nadie. Ni con las otras monjas, ni con su familia, porque la “hermana escucha” estaba en todas las visitas. Las veces que la veía, su hermano Marcelo, el más chico, apenas la reconocía. La monja al otro lado de la reja ni siquiera se parecía a la Silvia que él recordaba. 

[Marcelo]: Una… una adolescente carismática, histriónica y agradable y hermosa y con una presencia que era imposible no notar que estaba ahí y escuchando discos de Fito Páez… ¿Y qué tiene que ver eso con una… una chica que no habla, que no interviene… ?

[Emilia]: Su otro hermano, Francisco, también estaba preocupado. La veía cada día más apagada. 

[Francisco]: Ya no sabía qué… qué era lo que estaba detrás de las rejas, si era mi hermana o qué.

[Emilia]: De una cosa estaba seguro… 

[Francisco]: Silvia no existía más. Silvia Albarenque menos todavía. Era María Teresa de la Eucaristía.

[Emilia]: Un día de marzo de 2008, un amigo sacerdote le pidió a Francisco ayuda para llevar una estatua de la Virgen que tenía que restaurar en el convento. Él aceptó de inmediato. Era una buena oportunidad para ver a su hermana más de cerca. Cuando entró, vio que varias monjas estaban en el patio y, entre ellas, Silvia. Así que se acercó a saludarla.

[Francisco]: Y ahí tuve la oportunidad de verla a Silvia sin la reja, a la luz del sol.

[Emilia]: Era la primera vez en casi una década en que la veía así, sin una reja de por medio y sin la “hermana escucha” al lado. Su amigo llevaba una cámara, y Francisco le pidió que le sacara fotos junto a su hermana. 

[Francisco]: Y en un momento yo para una de las fotos, la abrazo y, bueno, sí, noto que estaba raquítica. Noto hueso.

[Emilia]: Quería hablar con ella a solas, pero no se animó a pedir permiso. Sabía que era contra las reglas. Más tarde, cuando compartió las fotos con su familia, uno de sus hermanos notó algo que a él se le había pasado: Silvia no solo estaba muy delgada, también parecía mucho mayor de lo que era.

Unos meses después de esa visita, Francisco pidió una audiencia con el arzobispo de Paraná, Mario Maulión, el mismo que había consagrado a Silvia. No estaba seguro exactamente de qué buscaba, pero quería compartir con él algunas preocupaciones sobre el convento.

Le parecía que Silvia había ido quedando muy aislada de su familia, y sentía que los procedimientos se habían vuelto arbitrarios: no era solo la prohibición de darle la mano, a veces iban a visitarla y les cancelaban a última hora. 

[Francisco]: La Iglesia tendrá miles de defectos, pero en algunas cosas como que trata de manejarse según algunos procedimientos y yo notaba que acá era… hacían lo que se les ocurría.

[Emilia]: Le parecía que Maulión podía hablar para que las cosas volvieran a ser como eran antes. Sobre todo, que su papá pudiera volver a entrar. Se reunieron dos veces y el arzobispo le pidió que le enviara por escrito lo que le había contado. Un tiempo después, volvió a contactarse con él para preguntarle si estaba seguro de lo que le había dicho. 

Francisco le dijo que sí, pero el arzobispo no volvió a llamarlo.

Entre la penitencia y la rutina de la clausura, entre la celda y el locutorio, Silvia pasó cinco años más bajo las órdenes de la priora Luisa, escuchando sus reproches, soportando sus castigos.  

[Silvia]: No le hablaba ya casi, porque yo todo lo que decía era para conflicto. Si hablaba o si me callaba. Si la miraba o si no la miraba, todo era motivo para recibir una reprensión.

[Emilia]: A veces, Silvia sentía que no quería seguir viviendo.

[Silvia]: Yo ya sentía que había sido un error de Dios haberme hecho nacer en este mundo. Era un castigo para el mundo, para la humanidad, para el convento, para todo.

[Emilia]: Había pedido varias veces ver a un psicólogo y en una ocasión la priora accedió, pero el que entró al convento a verla no le dio confianza a Silvia. Le pareció que iba a contarle a la priora todo lo que dijera. 

Otra vez, desde el convento le pidieron a Francisco que buscara una psicóloga católica para ella, pero, cuando empezó a hacer averiguaciones, lo volvieron a llamar para decirle que Silvia había hablado con un sacerdote y que ya estaba bien. Francisco se sintió decepcionado, pero no sorprendido. Sabía que a la priora no le parecía bien la terapia psicológica. Ella misma se lo había dicho una vez. 

[Francisco]: Eso me hizo bastante mal a mí porque es como que la teníamos ahí secuestrada. 

[Emilia]: A donde Silvia sí fue una vez, en el verano de 2013, fue a ver a un neurólogo, en un centro de salud mental a una hora del convento. Ahí le dijeron que lo mejor era que viera a un psicólogo, pero todo el camino de vuelta la priora le repitió, una y otra vez, que sería una vergüenza que se supiera que una carmelita hacía terapia.

Para entonces, Silvia ya estaba muy aislada. No solo dentro del convento, también afuera. Excepto Francisco y su mamá, sus otros hermanos ya no la visitaban, porque sentían que no eran bienvenidos. Desde que Luisa era priora, al papá de Silvia solo lo habían dejado entrar en una ocasión. Ella había pedido muchas veces que lo dejaran visitarla, pero la priora se negaba. Silvia recuerda que, sin importar cuánto le implorara o hasta le llorara por verlo, ella le decía… 

[Silvia]: Cuando sea una verdadera hija para mí, la voy a dejar que lo vea a su papá. Cuando te doblegue. Cuando te someta. Cuando hagas lo que yo te digo. Te voy a dejar verlo a tu papá.

[Emilia]: Y Silvia, ante eso, sentía que no podía hacer nada.

[Silvia]: Yo ya había perdido la esperanza de volver a tener una vida y de reunirme con mi familia.

[Emilia]: Estaba como adormecida. 

[Silvia]: Me podrían haber cortado un brazo que creo que no me dolía. Ya estaba completamente enajenada de todo para poder seguir sobreviviendo.

[Emilia]:  Cuando se acercaba la Semana Santa de 2013, Silvia notó que algunas monjas estaban especialmente hostiles con ella. Ya no era solo Luisa. El domingo de Pascuas, la priora la llamó a su oficina, donde la esperaba con otras dos monjas. Silvia no tenía idea por qué estaba ahí o qué esperar. 

[Silvia]: La superiora me hizo arrodillar a sus pies y fue ahí que empezó a hablar… 

[Emilia]: Silvia apenas escuchaba lo que le decía. Así había sido en los últimos meses: a veces era como si su mente se desconectara de todo lo que pasaba a su alrededor…

[Silvia]: Escuché hasta que me dijo “Estuvimos hablando con las consejeras y decidimos que mañana la venga a buscar su mamá para que haga un tratamiento en el médico, porque usted no está bien y va a salir unos días y después va a volver”. 

[Emilia]: Su familia la vendría a buscar para llevarla a un tratamiento psicológico. Estaba confundida, llevaba años pidiendo irse, pero la priora se lo negaba. Y ahora… cuando menos lo esperaba, le daba permiso para salir. 

[Silvia 3]: Pensé que iba a llorar o algo y no sé, parecía como que no sentía nada. Estaba extrañamente muy tranquila.

[Emilia]: La priora siguió hablando, pero Silvia apenas escuchaba lo que decía. Aunque una palabra de su discurso se le quedó grabada.

[Silvia]: Me decía que lo hacía con amor. Que lo único que quiso fue darme amor. Que las hermanas me esperan con amor. Muchas veces así esa palabra. 

[Daniel]: Una palabra que le sonaba vacía, después de tantos años de crueldad. Pero no importaba: al fin tenía la oportunidad de salir de ahí.

Una pausa y volvemos.

[MIDROLL]

[Daniel]: Estamos de vuelta en Radio Ambulante, soy Daniel Alarcón.

Antes de la pausa, escuchamos cómo Silvia Albarenque pasó 14 años en un convento de las Carmelitas Descalzas en Nogoyá, Argentina. Había entrado buscando una vida de tranquilidad y oración, pero con el tiempo sus días allí se habían transformado en un tormento. Uno del que no podía escapar. Hasta que una mañana del 2013, a punto de cumplir 32 años, esa puerta de madera que había cruzado cuando era poco más que una adolescente volvió a abrirse frente a ella.

Imanol Subiela Salvo nos sigue contando.

[Imanol Subiela]: Antes de acompañar a Silvia hasta la puerta de la clausura, la priora le ordenó que le entregara las constituciones de la orden. Cuando al fin la puerta se abrió, lo primero que vio fue a su mamá, que la esperaba afuera con Francisco y otro de sus hermanos. Silvia caminó hasta ella y la abrazó. Todavía recuerda lo que su mamá le dijo al oído.

[Silvia]: “Silvita, nosotros te queremos”. Y yo le dije “Mami, a ustedes sí les creo”. 

[Imanol]: En boca de su madre, esas palabras de amor sí significaban algo.

[Silvia ]: Cuando ella me abrazó y me dijo eso me salió por primera vez en muchos años decirle algo que de verdad me salía del corazón. 

[Imanol]: Francisco notó que su hermana no llevaba el hábito que había usado todos esos años, sino algo parecido a un delantal. La priora les había dicho que Silvia salía para ir al psicólogo y que después iba a volver. Pero eso no explicaba por qué iba vestida así, sin su ropa de monja. 

[Francisco]: Yo había leído un poco del derecho canónico y no encajaba en la forma en que salía, porque si una monja sale por razones de salud, no tiene por qué no salir con el hábito. Ahí había como algo… raro. 

[Imanol]: Era como si por estar yendo al psicólogo no quisieran que nadie se diera cuenta de que era carmelita. Subieron al auto y manejaron una hora hasta María Grande, el pueblo de su infancia. En el camino Silvia les pidió que rezaran todos juntos y así lo hicieron. Cuando llegaron, decidieron que se quedaría en la casa de su mamá. 

Al entrar, una de las primeras cosas que hizo Silvia fue mirarse en el espejo y le asustó ver su propia cara. Recién entonces pudo imaginar el aspecto que había tenido los últimos años.

[Silvia]: Blanca, siempre anémica, siempre con infecciones, enfermedades.

[Imanol]: Silvia convirtió su habitación en una extensión de la clausura. Aunque no estuviera en el convento, seguía siendo una carmelita, así que usaba ese delantal que le habían dado y solo salía para ir a misa una vez por día. Casi no hablaba y apenas comía.

Marcelo recuerda lo frágil que le parecía su hermana.

[Marcelo]: Entregamos un sol y nos devolvieron un espectro al borde de la muerte, y ese espectro tenía un cuerpo de adulto pero una mentalidad diezmada… 

[Imanol]: Silvia volvió a ver a sus hermanos y sobrinos, pero aún tenía un reencuentro pendiente. Llevaba casi cinco años sin ver a su papá, y en las cartas de los primeros años había sido severa con él. Ninguno de los dos sabía cómo acercarse. Él le mandaba mensajes a través de sus hermanos.

[Silvia]: Él primero no sabía si yo lo iba a querer ver, porque él creía que yo no lo quería ver. Siendo que me había pasado años, años, pidiéndole a la superiora que me dejara verlo.

[Imanol]: Silvia también tenía miedo, no sabía qué pensaba él de ella.

[Silvia]: Durante años todas las noches lloraba porque no me dejaban verlo y lo que más me hacía llorar era suponer que él creyera que yo no lo quería ver.

[Imanol]: Finalmente, se encontraron en el único lugar que se le ocurrió a Silvia: la iglesia del pueblo. Se sentaron en la capilla, casi vacía, y ella le propuso que rezaran juntos.

[Silvia]: Y mi papá lloraba, de a ratos se emocionaba. Y yo también…

[Imanol]: Silvia fue a ver al psicólogo que la priora había elegido para ella, el mismo que la había visitado en el convento una vez. Y sintió la misma desconfianza de antes, así que después de la primera sesión decidió que no iba a volver. 

Lejos de la priora, empezaba a darse cuenta de que quizás podía tomar sus propias decisiones. En su casa, con sus hermanos, en el camino hacia la parroquia, empezaba a ver que el mundo no era ese lugar amenazante que le habían pintado cuando estaba dentro del convento.

[Silvia]: Me habían asustado tanto con ese discurso de que la esposa de Cristo que lo deja a Cristo va a ser toda la vida infeliz. Y afuera parecía que afuera, de los muros para afuera era todo maldito. El mundo estaba pervertido. Todo era pecado, maldad, violencia…

[Imanol]: Pero ese mundo no le daba miedo, al contrario… lo que le daba terror era la posibilidad de volver al convento. Aunque sentía que era su obligación regresar: todavía le pesaba romper la promesa que le había hecho a Dios. 

[Silvia]: Era tal el sentido del deber y de que no podía una esposa de Cristo irse, que yo sentía como que iba a sacrificar hasta mi propia vida por cumplir la promesa que había hecho de estar ahí.

[Imanol]: Sin embargo, cada día que estaba afuera ese peso se hacía un poco más liviano, como si se disolviera de a poco. Su familia la cuidaba y la acompañaba, se preocupaban si no comía, no la retaban si no sabía cómo hacer algo. Y le enseñaban todo lo nuevo que había en el mundo. Así, la idea de regresar a la clausura se fue apagando. Todos le insistían para que se quedara un tiempo más con ellos. Y Silvia varias veces logró que el nuevo arzobispo, Juan Alberto Puiggari, le diera autorización para demorar su regreso.

[Silvia]: Pero la superiora, cuando se dio cuenta de que yo no volví, se enojó un montón y empezó a llamarla a mi mamá con amenazas. Lo llamó al obispo con amenazas. O sea, fue una situación como que se le fue la presa de las manos sin darse cuenta y cuando ya me había ido, ahí cayó en la cuenta de que no volví. 

[Imanol]: Y no volvió. Diez meses después de salir del convento dejó de usar el delantal y comenzó los trámites para dejar de ser carmelita.

[Silvia]: Y así fue… Que fui libre. Tenía que volver a los pocos días, teóricamente, pero… No volví. Me cuidaban mucho acá como para volverme a ir…

[Imanol]: En sus conversaciones con el arzobispo Puiggari, Silvia también le habló sobre cómo habían sido sus años en el convento. 

[Silvia]: Le conté un montón de cosas. Con la ilusión de que él hiciera algo al respecto. Y él me escuchó sin hacer un gesto, sin emitir una palabra. 

[Imanol]: Lo visitó dos veces, y de las dos audiencias se fue sin ninguna respuesta. Su hermano Francisco también se reunió con él, pero le pareció que, sobre todo, Puiggari temía que fueran a hablar con la prensa. 

Silvia necesitaba que alguien de la Iglesia la escuchara, y por eso se acercó a un sacerdote amigo de la familia, que muy rápido se convirtió en su confidente. Se juntaban a charlar y, poco a poco, Silvia comenzó a contarle todo lo que había vivido, cosas que aún no se atrevía a contarle a su propia familia. Él le sugirió que escribiera cada detalle de esos años: podía servirle para desahogarse y ordenar sus pensamientos. 

[Imanol]: Silvia escribió diez páginas en la computadora de su hermano Francisco. Quería imprimirlas pero no sabía cómo, ni tenía muy claro para qué. Así que cuando terminó de escribir, dejó el archivo guardado en un correo electrónico que le habían creado. Un día, Francisco encontró el correo abierto y sintió el impulso de leer lo que Silvia había dejado ahí.

[Francisco]: No tendría que haberlo hecho, seguramente en circunstancias normales no… no se hace eso. Pero miré esa narrativa y la leí. 

[Imanol]: Aunque imaginaba que Silvia lo había pasado mal en esos años, lo que leyó lo dejó perplejo: ahí, su hermana hablaba del encierro, la mordaza, la disciplina. El hambre, la angustia. Francisco cerró el correo, confundido. Se sentía culpable por haber leído algo que no debía leer, y no sabía bien qué hacer con esa información. No tenía claro cuánto de todo eso estaba contemplado en las constituciones de la orden, y cuánto era obra de la priora Luisa. Pero le tranquilizaba pensar que al menos su hermana había hablado con el arzobispo. Todavía creía que él podía hacer algo.

También estaba la opción de hablar con la prensa, pero a Francisco le daba miedo cómo eso podía afectar a Silvia. Todavía la veía tan frágil. Y la Iglesia seguía siendo una institución muy importante en su entorno. 

Fue su hermano menor, Marcelo, que nunca había querido que Silvia entrara al convento, quien se atrevió a dar ese paso. Aunque lo hizo con cautela: en agosto de 2014, un año y medio después de la salida de Silvia, decidió contactar a Daniel Enz. 

Enz es un periodista conocido en Entre Ríos por sus reportajes sobre corrupción y narcotráfico, y por haber destapado el caso de un sacerdote que abusó de niños en un colegio.

Marcelo quería que Enz investigara al convento, pero no quería exponer a Silvia. Así que primero le envió un correo describiéndole los hechos…

[Marcelo]: Se relaciona con situaciones de violencia verbal y física, privación de contacto con la familia, privación de correcta atención médica y psicológica… 

[Imanol]: Pero no le dijo cuál era el convento ni quién era la monja afectada.

[Marcelo]: Es todo un poco reciente, pero creemos que esta situación la padece más de una persona dentro del monasterio. 

[Imanol]: Marcelo todavía tenía miedo de darle más información, porque sabía que las investigaciones de Enz solían tener mucho impacto. El periodista estaba preparando el siguiente número de su revista, Análisis Digital, cuando recibió el correo. No era la primera vez que le llegaba una denuncia como esa. De hecho, las recibía seguido. Sobre todo desde que había publicado su investigación sobre el sacerdote abusador. Este es Enz:

[Daniel Enz]: A mí me llegaban correos electrónicos de todo el país, de situaciones anómalas en diferentes iglesias, seminarios, conventos. Y yo, digamos, tengo por norma responder a todos.

[Imanol]: Le pidió más información, y Marcelo le contó que el convento era el de las Carmelitas Descalzas de Nogoyá. Con ese dato concreto, Enz empezó a viajar hasta Nogoyá a investigar durante los fines de semana. Se detenía en estaciones de gasolina, en el correo… y como no quería despertar sospechas por andar haciendo preguntas, se inventó una historia. En cada lugar al que entraba, repetía el mismo cuento. 

[Daniel]: Tengo una prima que quiere venir al convento ¿Me podés averiguar cómo viven, cómo comen, cuánto las asisten?

[Imanol]: Pero las respuestas eran siempre las mismas.

[Daniel]: Debo haber visto no sé más de… más de 40 personas. Más de 50 personas… Todos, digamos, hablando maravillas. Todos. O sea yo no encontré ni una persona que me dijera nada.  Yo decía ¿qué está pasando? 

[Imanol]: Enz siguió investigando durante dos años, e incluso localizó a varias ex monjas, pero ninguna quería hablar con él. Tampoco Silvia. Una enfermera del hospital le habló de monjas que habían llegado con desnutrición, pero luego los doctores se lo desmintieron. Hablaba con Marcelo y Francisco sobre sus avances, pero para publicar necesitaba algo más contundente. Un testimonio. Y en agosto de 2016, Silvia al fin accedió a darle una entrevista. No fue fácil, pero logró convencerla. 

Ella le puso una sola condición: no podía publicar su nombre. 

Unos días después, Silvia se reunió con Enz en una estación de gasolina. Francisco y Marcelo fueron con ella. Era domingo, el lugar estaba casi vacío y los cuatro se sentaron en una mesa junto a un ventanal. Enz le pidió a Silvia que se ubicara de espaldas a la puerta, le preocupaba que algún conocido los viera ahí charlando e interrumpiera la entrevista. Cuando estuvieron listos, empezó a preguntar.

[Silvia]: Y ahí empecé a hablarlo. Y fue como que si se derribó un dique y empezó así a correr agua, porque yo empecé a sorprenderme de la reacción de los demás cuando me escuchaban. 

[Imanol]: Marcelo oía a su hermana en silencio. Lo que contaba era mucho peor de lo que había imaginado. 

[Marcelo]: No podía creer lo que estaba escuchando, no podía creerlo, no me… me costaba conceptualizarlo, entender de qué estábamos hablando.

[Imanol]: Era la primera vez que Silvia pronunciaba algunas palabras delante de ellos: cilicio, mordaza, disciplina, régimen de cárcel. 

Cuando terminó la conversación, Enz estaba convencido de algo: ahora sí tenía lo que le hacía falta para publicar. Después de dos años de hacer preguntas, el muro de silencio que rodeaba al Carmelo de Nogoyá se había quebrado. Escribió un artículo de siete mil palabras y lo envió por correo electrónico al jefe de los fiscales de la provincia de Entre Ríos. 

[Daniel]: Solamente le dije: le estoy mandando una investigación que hice sobre las Carmelitas Descalzas. Lea la nota y organice. Porque esto… hay que allanar. Y hacerlo en… en horas de la madrugada, le digo, porque si advierten de lo que publicamos, van a hacer desaparecer pruebas. 

[Imanol]: La nota se publicó esa misma noche. Unas horas después, a las seis de la mañana del 25 de agosto de 2016, dos camionetas de la Policía de Entre Ríos se estacionaron frente al convento.

Cuando sonó el timbre, las carmelitas ya estaban despiertas, entregadas a la primera oración del día. La priora caminó hasta el intercomunicador  y preguntó quién era. Aún era muy temprano para una visita. Del otro lado, escuchó la voz de un policía que le dijo que debía abrirles la puerta de inmediato: tenían orden para un allanamiento. La respuesta de la priora fue contundente: no podían pasar. No sin una autorización del Vaticano. 

La negociación duró más de media hora. A las siete el fiscal dio la orden: entrarían por la fuerza. Un grupo de policías destrozó la puerta con un ariete y, en segundos, el convento se llenó de gente. También entró el fiscal con dos testigos. En ese momento alguien encendió una grabadora. En los audios que luego se filtraron en el Canal 9 del Litoral, se escucha cómo Luisa Toledo discute con el fiscal sobre los testigos.

(SOUNDBITE ARCHIVO)

[Luisa Toledo]: Fijensé… fijensé que hacen entrar a dos personas que yo le tengo que decir al Papa que entraron dos personas, ustedes no pueden… no tienen autoridad, ustedes no tienen autoridad, no puede entrar nadie acá… es clausura papal… 

[Imanol ]: Mientras tanto, la policía recorría el convento.

(SOUNDBITE ARCHIVO)

[Luisa Toledo]: Esto no es una casa, esto es un escándalo lo que han hecho… no es una casa cualquiera, pensar que en los boliches se emborrachan, drogan, y por qué no van a eso…

[Imanol]: Buscaban las constituciones, los látigos, las mordazas. Caminaban por los pasillos, abrían armarios y revisaban cajones. Mientras la priora les gritaba fuera de sí que irían al infierno por eso, que sus familiares morirían enfermos porque ya no rezarían por ellos. 

Mientras todo eso pasaba, a 130 kilómetros de allí, Silvia no podía dormir pensando en que esa noche iban a allanar el convento.

[Silvia]: Y si me dormía, soñaba con las monjas y le veía la cara a una. La cara a la otra. Fue terrorífica esa noche para mí. 

[Imanol]: Cuando se levantó, la noticia ya estaba en todos lados.

(SOUNDBITE ARCHIVO)

[Periodista]: Allanaron un convento de Nogoyá por torturas a monjas. 

[Imanol]: Primero saltó a noticieros de todo el país y luego del mundo. Era la primera vez que la policía irrumpía en un convento de carmelitas en la Argentina. 

(SOUNDBITE ARCHIVO)

[Periodista]: Se encontraron diez cilicios, 14 látigos, es escalofriante para todos nosotros, que no estamos al tanto…

[Imanol]: Las instituciones católicas no se demoraron en reaccionar. La Sociedad Argentina de Derecho Canónico declaró en un comunicado que este acto atentaba contra el derecho a la libertad religiosa. La Agencia Católica de Informaciones definió la investigación judicial como un “ataque de locura colectiva”. El arzobispo Puiggari habló con la prensa en una conferencia improvisada, en la que se mostró sorprendido por las repercusiones.

[Juan Alberto Puiggari]: Lo que a mí un poco me asombra es todo el escándalo que se ha hecho porque no encuentro… no encuentro en qué crimen está tipificado. Dicen que privación de la libertad, son todas mayores de edad, todas libres…

[Imanol]: También habló de la penitencia…

[Puiggari]: Son congregaciones que han mantenido mucho las tradiciones, entonces mantienen estas tradiciones penitenciales corporales, que no son torturas, no son obligatorias…

[Imanol]: El arzobispo minimizó las denuncias de Silvia. Pero ella sabía que nada de lo que se había publicado podía ser una sorpresa para él, porque ella misma se lo había dicho en persona en sus dos audiencias.

[Silvia]: Él tenía toda la autoridad eclesiástica, todas las herramientas a su alcance para poder poner un freno a toda esa maldad. Y no lo hizo. 

[Imanol]: El convento también planteó una estrategia de defensa. Decidieron llevar un equipo de grabación para que las monjas contaran cómo era vivir allí.  Luego publicaron en redes sociales tres videos de esa visita, en donde salían la priora y otras cuatro hermanas.

(SOUNDBITE ARCHIVO)

[Monja 1]: Bueno, gracias a Dios soy… estoy feliz de ser esposa de Cristo, que para eso me llamó el señor…

[Imanol]: Cada cosa que decían parecía una respuesta a lo que Silvia había contado.

(SOUNDBITE ARCHIVO)

[Monja 3]: Y el convento es una familia, tenemos una madre, que como madre nos cuida y nos ayuda cada día, y entre nosotras somos hermanas, por eso realmente causa gracia cuando uno escucha de torturas, y de todas esas cosas, esos inventos, esas historias que han… que han hecho…

[Imanol]: En uno de esos videos, la priora hablaba incluso sobre la disciplina.

(SOUNDBITE ARCHIVO)

[Luisa Toledo]: La disciplina no mata a nadie, la disciplina está hecho de un cordón de piola, muy suave. Es un cordón hecho… como nosotros confeccionamos los rosarios, eso es un golpe que se lo da cada una y se lo da como quiere, se lo da el día que está marcado por nuestras constituciones, que es para la salvación de las almas, por la santa iglesia, por el papa y la conversión de todos los pecados, de todos los pecadores.

[Imanol]: Poco después, Enz llamó a Silvia para preguntarle si estaba dispuesta a declarar en un juzgado. A raíz de su reportaje, se había abierto una investigación contra la priora por privación ilegítima de la libertad. 

[Silvia]: Yo le dije que sí, que quería declarar, vos podés guardar silencio tres años. Pero cuando empezás a hablar yo ya ahí no tenía reparos en decir “sí, lo que yo declaré a la prensa es cierto”.

[Imanol]: Pero antes de ir a declarar, Enz la volvió a llamar. 

[Silvia]: Me dijo: Silvi no vas a creer lo que pasó.

[Imanol]: Y le contó que había otra ex carmelita que también quería declarar. 

[Silvia]: Y me la nombró y yo no lo podía creer porque ni siquiera sabía que ella estaba afuera del convento.

[Imanol]: Era Roxana, otra de las monjas que recibía los castigos de la priora. Se había escapado en marzo de 2016, tres años después de la salida de Silvia, gracias a un manojo de llaves que pudo tomar cuando nadie la estaba mirando. Las dos se reencontraron en la puerta de la fiscalía, y Roxana le contó que nada había cambiado después de que ella se había ido. La priora simplemente había buscado alguien más en quien descargar su ira. 

Con las declaraciones de Silvia y Roxana, el fiscal imputó a Luisa Toledo por privación ilegítima de la libertad. Tres meses después, el Papa Francisco ordenó que fuera removida del cargo de priora, y la orden decidió trasladarla a otro convento en la provincia de Chaco. 

El juicio tardó tres años más en comenzar. Para junio de 2019, cuando se hicieron las primeras audiencias, Silvia ya daba notas mostrando su cara y su nombre real. Después de seis años afuera había perdido el miedo. A la Iglesia y a Luisa Toledo. Por eso le hizo un pedido al fiscal: quería que la ex priora estuviera ahí, en la sala, cuando a ella le tocara declarar. 

[Silvia]: Que esté ahí sentada mientras yo estoy hablando. Por todos los años en que no me quiso escuchar.

[Imanol]: La sala de audiencias era pequeña: dos mesas, una para los fiscales y otra para la defensa, algunas sillas y un gran estrado de madera para los tres jueces. Silvia se sentó frente a los jueces en medio de la sala. Podía sentir la presencia de Luisa Toledo a sus espaldas. Y cuando comenzó a hablar…

[Silvia]: Iba sintiendo alivio, alivio, alivio. Parecía como que me iba descargando piedras, piedras, piedras que estaba tan acostumbrada a cargar que yo ni siquiera me acordaba que las tenía.

[Imanol]: Luisa también declaró. Dijo que había tenido una vida de santa, alejada del mundo y dedicada a Dios. Describió el convento como una vida feliz, entregada al amor y a la salvación de las almas. Y negó todo lo que había declarado Silvia: que le hubiera impedido salir o que le hubiera prohibido recibir las visitas de su padre. También dijo que eran mentira los maltratos: que lo único que había en el convento era amor. 

Los defensores de la ex priora analizaron las constituciones de la orden, los documentos que definían todas las prácticas de las carmelitas. Sus abogados convocaron a un sacerdote experto en derecho canónico para que las explicara: sus orígenes, su contexto histórico, su importancia en el funcionamiento de un convento. 

El principal argumento era que no podían juzgarla por seguir reglas que tenían más de 500 años y en las que ella creía desde la fe. Juzgar sus actos, aseguraron una y otra vez, no era otra cosa que atentar contra la libertad de culto. 

Ante eso, el fiscal respondió que no se estaba juzgando a la Iglesia, ni a sus creencias. Tampoco los motivos espirituales de alguien que se entrega a una vida de claustro o que estuviera dispuesto a autoflagelarse. El juicio no era sobre eso, sino sobre la conducta de una persona, Luisa Toledo, que había infringido la ley argentina y hasta las normas del convento, utilizando la penitencia como castigo personal. Y que sobre todo había cometido un delito cada vez que les había negado a Silvia y Roxana su derecho a irse de allí.

El juicio duró tres semanas. Además de Silvia, declararon sus hermanos, sus padres, varias monjas que habían pasado por el convento y algunas que seguían en él. El día de la sentencia Silvia prefirió no ir al tribunal. Se quedó en su casa y la siguió en vivo por un canal de YouTube. 

En la pantalla pudo ver cómo los jueces entraban en la sala, se ubicaban en el estrado y comenzaban a leer el fallo. 

(SOUNDBITE ARCHIVO)

[Juez]: Siendo las ocho treinta horas, del 5 de julio de 2019 se constituye el tribunal de apelaciones y juicio de Gualeguay, integrado por el doctor…

[Imanol]: La lectura del fallo estuvo llena de tecnicismos legales, pero la decisión de los jueces fue histórica: el tribunal sentenció a Luisa Toledo a tres años de prisión efectiva por el delito de privación ilegítima de la libertad, agravada por uso de violencia y por la duración del encierro. 

Cuando escuchó la sentencia, Silvia sintió que algo empezaba a cerrarse. No tanto una herida, sino un capítulo de su vida. Una vida que en gran parte ya era otra: ya tenía trabajo, estaba enamorada y estudiaba para, algún día, ser profesora de Literatura. Y aunque algunas noches aún tenía pesadillas, sentía como si hubiera renacido.

[Silvia]: De la misma forma que una tierra arrasada vuelve a brotar flores… entonces, yo a eso lo veo como una figura de mi vida, porque yo me sentía así. Arrasada, aniquilada. No sé. Es como si ya se había apagado hasta la última gota vital. Pero algo en mí hizo que volviera a surgir la vida. Y para mí, la lluviecita que hizo que volvieran a brotar las flores fue el afecto de las personas que me rodean.

[Daniel]: La defensa de Luisa Toledo apeló la decisión del Tribunal, pero la Cámara de Casación de Paraná ratificó su detención. Recién en agosto del 2021, con 68 años, fue trasladada a la cárcel de mujeres, exactamente 6 años después de la noche del allanamiento. Sin embargo, en septiembre del 2022 la justicia le otorgó el beneficio de la libertad condicional, y Toledo completará su condena en un convento de la ciudad de Buenos Aires, donde estará hasta agosto de 2024.

Silvia se graduó como profesora de Letras en mayo de 2022. Hoy trabaja como docente, y ya no va a la Iglesia ni cree en Dios. 

Imanol Subiela Salvo es periodista freelance y Emilia Erbetta es nuestra asistente de producción. Ambos viven en Buenos Aires. 

Esta historia fue editada por Camila Segura, Nicolás Alonso y por mí. Bruno Scelza hizo el fact-checking. El diseño de sonido es de Andrés Azpiri y Rémy Lozano con música original de Rémy. 

El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Paola Alean, Lisette Arévalo, Pablo Argüelles, Aneris Cassasus, Diego Corzo, José Diaz,Camilo Jiménez Santofimio, Juan David Naranjo, Ana Pais, Laura Rojas Aponte, Barbara Sawhill, David Trujillo, Ana Tuirán, Elsa Liliana Ulloa, y Luis Fernando Vargas.

Natalia Sánchez Loayza es nuestra pasante editorial.

Selene Mazón es nuestra pasante de producción.

Carolina Guerrero es la CEO.

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Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

 

Créditos

PRODUCCIÓN
Imanol Subiela Salvo y Emilia Erbetta


EDICIÓN
Camila Segura, Nicolás Alonso y Daniel Alarcón


VERIFICACIÓN DE DATOS
Bruno Scelza


DISEÑO DE SONIDO
Andrés Azpiri


MÚSICA
Rémy Lozano


ILUSTRACIÓN
Laura Carrasco


PAÍS
Argentina


TEMPORADA 12
Episodio 11


PUBLICADO EL
29/11/2022

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