Transcripción – Toy story
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Bienvenidos a Radio Ambulante, desde NPR. Soy Daniel Alarcón.
OK, comencemos con un poco de historia: el “Periodo Especial” en Cuba. Normalmente esa frase se usa para referirse a esos años difíciles que vinieron justo después de la caída del muro de Berlín, en 1989. A esa época después de que la Unión Soviética colapsó, le quitó los subsidios a Cuba y la isla cayó en una larga depresión económica.
Pero, si lo vemos de otra manera, el período de historia contemporánea cubana que en realidad sí ha sido especial, extraordinario, diferente, fue la era que vino justo antes: los setentas y los ochentas. Cuando Cuba intercambiaba caña de azúcar y tabaco por petróleo, y —como si fuera magia—el socialismo parecía estar funcionando.
Esta es Karla Suárez. Ella se acuerda bien de esta época.
[Karla Suárez]: Yo crecí en los años setenta. Nací en el 69, finales del 69, y… y los recuerdos que yo tengo de esa época la verdad que son muy buenos.
[Daniel]: La Habana era un lugar seguro, limpio y se sentía abierto. Cuba era un país con futuro.
[Karla]: Yo soy de la generación que vivió… digamos que la década de oro, si se le puede llamar, de… de la… posrevolucionario, ¿no?
[Daniel]: Antes de seguir, salgamos de unas cuantas cosas primero. Sí, había un embargo y, sí, había escasez y límites y libretas de abastecimiento. Y el régimen de Castro era autocrático y a los disidentes los encarcelaban o, en algunos casos, les hacían cosas peores. Sí. Todo eso. Pero la amenaza inminente de un holocausto nuclear había bajado. Y había buenos colegios y un sistema de salud envidiable y muchos en Cuba sentían que había un sacrificio compartido. No era un paraíso. Pero nada que ver con los años duros que vendrían.
Quiero que entiendan a lo que me refiero. Entonces hablemos de un aspecto bastante cotidiano de cualquier niñez: los juguetes. Un elemento clave de la infancia, ¿cierto? Si creciste en Cuba, durante los setentas y los ochentas—antes de que llegaran los años más crudos— los niños tenían derecho a juguetes.
[Karla]: Entonces lo que se hacía era que cada niño tenía derecho a tres juguetes.
[Daniel]: Tres juguetes. Uno de tres categorías diferentes.
[Karla]: Uno se llamaba el básico que era como el… el más importante, el más grande. Otro se llamaba el no básico, que era mediano así. Y el otro era el dirigido, que era un juguetico simple, ¿no?
[Daniel]: Básico. No básico. Dirigido.
Le pedí a Karla que me diera ejemplos de cada categoría.
[Karla]: No sé. La… la muñeca más bonita a lo mejor era básico, eh… No básico podía ser, por ejemplo, un juego de tacitas y cucharitas y platicos. Eso podría ser un no básico. Y dirigido podía ser un juego de jacky. Eh… un juego de jacky, ¿sabes? El que hay unas piececitas y tiras una pelota y vas cogiendo dos y después coges tres.
[Daniel]: El año en que Karla nació fue el año en que Fidel canceló la navidad para que las fiestas no interrumpieran las cosechas. Así que los juguetes se repartían a mitad de año.
[Karla]: Y entonces se hacía un sorteo con todas las libretas de abastecimiento —todas las familias con niños. Y entonces te tocaba un número.
[Daniel]: Y ese número era importantísimo porque definía cuándo podías comprar tus tres juguetes. Se designaban en total seis días en los cuales se podían comprar. Si sacabas un número bajo —uno o dos— era una maravilla porque había muchas opciones.
[Karla]: Y si a tu amigo le tocaba el primer día, ya empezabas a jugar con los juguetes de tu amigo el primer día.
[Daniel]: Eso. La solidaridad socialista. Pero, si te sacabas un número alto…
[Karla]: Te daba tremenda rabia porque después te tocaba el cuarto día y, claro, cuando ya yo compraba, los juguetes no se parecían en nada a lo que había comprado mi amiga.
[Daniel]: Y si creen que los niños en países socialistas son más amables o más generosos que tú y yo cuando éramos niños, Karla me asegura que no.
[Karla]: La crueldad de los niños yo creo que sobrepasa a cualquier sistema.
[Daniel]: Así que los niños día uno, con sus sofisticados juguetes día uno, se burlaban de los niños día seis, con sus patéticos juguetes día seis.
Porque había una gran diferencia, claro, entre los días uno y seis. Por ejemplo, en el día uno cuando escogías tu juguete “básico”, podías escoger —como quería Karla— una guitarra.
[Karla]: Tenía la obsesión de comprar una guitarrita
[Daniel]: Pero si te tocaba el día cuatro, como a Karla…
[Karla]: Y cuando llegué la que quedaba no tenía cuerda.
[Daniel]: Cuando hablé con Karla le hice una pregunta que luego entendí era completamente absurda: ¿por qué no compraste la guitarra y después las cuerdas?
[Karla]: Ah, no, claro. Qué va. ¿De dónde iba a sacar cuerda? No, eso no… eso es un…. No, no creo que se pudieran conseguir cuerdas así.
En Cuba, nosotros crecimos —mi generación— con lo que te toca.
[Daniel]: Eso quiere decir que…
[Karla]: Yo estoy acostumbrado solamente a uno y es el que me toca. Es como que estás… estás acostumbrado a que piensen por ti. A que alguien te diga —papá gobierno te diga— lo que tienes que hacer, lo que te toca y lo que es correcto.
[Daniel]: Karla me dijo que cuando siempre escogen por ti, eso te afecta. Moldea el tipo de persona que eres.
[Karla]: No te desarrolla una parte que es la capacidad de elección, ¿no? De decir: “Yo quiero esto. Prefiero esto. Prefiero lo otro”, ¿no?
[Daniel]: Porque quizás tú quieres un juguete en octubre o en enero. Pero no lo puedes tener, porque no hay otros juguetes. Simplemente así son las cosas.
- Pero eso son solo cosas materiales y, pues, ¿en realidad qué importa? O sea, ya dijimos que los setentas y los ochentas —cuando Karla era niña— esos eran los tiempos relativamente buenos. Pero eso estaba a punto de terminar.
Karla estaba por entrar a la universidad. Todavía recuerda cómo era La Habana en ese momento. No olvida el optimismo que ella y sus amigos sentían. Cómo era ser joven y tener ilusiones. Cuando comenzó la universidad…
[Karla]: Yo empecé con unos sueños de cosas que iba a hacer después de que me graduara.
[Daniel]: Pero justo después…
(SOUNDBITE DE NOTICIAS)
[Periodista]: Buenas noches, Berlín, como acaban de ver, es un clamor de libertad. Miles de personas han tomado literalmente un muro que hasta hace 24 horas significaba la división entre el Este y el Oeste.
[Karla]: En el 89 tumbaron el muro de Berlín. En el 91 se acabó la Unión… la Unión Soviética.
[Daniel]: Aquí tenemos que parar un momento y subrayar la ironía. Porque un acontecimiento histórico tiene significados distintos —a veces opuestos— en distintos lugares. En Europa y en gran parte del mundo la caída del muro de Berlín significó libertad, el fin de la dictadura y la represión. Una Alemania unificada. Pero para Cuba…
[Karla]: Cuando desapareció la Unión Soviética, desapareció prácticamente todos los productos con… de los que nosotros vivíamos.
(SOUNDBITE DE ARCHIVO)
[Fidel Castro]: Nosotros planteamos que si debemos afrontar un Periodo Especial en épocas de paz —un duro periodo especial— nuestra tarea no debe ser solo la de sobrevivir, sino incluso la de desarrollarnos.
[Karla]: Empezó a faltar todo en Cuba. Y, claro, la problemática de los años noventa era qué… qué voy a comer hoy, qué voy a cocinar esta noche.
(SOUNDBITE DE ARCHIVO)
[Fidel Castro]: Ahora a este país se le pide un internacionalismo… una misión internacionalista extraordinaria: ¡Salvar la revolución en Cuba! ¡Salvar el socialismo en Cuba!
[Daniel]: Según recuerda Karla —en lo que se sintió como un abrir y cerrar de ojos— Cuba se convirtió en un país completamente distinto.
[Karla]: Fue muy abrupto porque era: de un día para otro empezó a cambiar todo, a cerrarse todo. Y sobre todo al principio de los años noventa se cerró prácticamente el país para nosotros.
[Daniel]: Karla describe esta sensación de que la isla —su querida isla— de pronto se sentía pequeña. Tan pequeña que era sofocante. Y no solo en su espíritu, también en cuestiones prácticas.
[Karla]: Y los hoteles cerraron para nosotros y no se podía entrar. Eran para… para los turistas y los restaurantes también. Entonces de pronto el país completamente… el país que, al que tú podías entrar, ya no era tu país. Pero nosotros estábamos ahí.
[Daniel]: Había lugares a los que ya no se podía ir, porque no te dejaban entrar. O lugares a los que no podías llegar, porque de pronto se volvió muy difícil ir de un lado a otro en Cuba.
[Karla]: Y entonces de pronto el transporte —que ya era malo, porque siempre ha sido muy malo el transporte ahí— ya… desapareció prácticamente. La guagua, los autobuses pasaban de vez en cuando. Y entonces la opción que tuvo el gobierno para solucionar un poco la crisis esa fue las bicicletas. La ciudad estaba completamente inundada de bicicletas.
[Daniel]: Miles y miles de bicicletas importadas de Rusia. Bicicletas soviéticas gigantes y pesadas. Miles más se importaron de China. Esto era completamente nuevo. Y Karla nunca había tenido una bicicleta. Cuando era niña…
[Karla]: No sé cuántas llegaban, pero llegaban muy pocas. Y por supuesto se acababan en los primeros números. En los primeros cinco o seis números, una cosa así.
[Daniel]: Pero ahora —durante el Periodo Especial— con la isla inundada de bicicletas, era su oportunidad. Karla era una estudiante. Necesitaba llegar a clase.
[Karla]: Y, entonces, yo ahí estaba en la universidad. Empezaron a dar las bicicletas. Yo dije: “Bueno, yo quiero una bicicleta. Ya ahora me toca”.
[Daniel]: Le tocaba. Pero, había un problema.
[Karla]: Te hacían dar una vuelta para demostrar que tú sabías montar y te podías ir de la universidad con la bicicleta.
[Daniel]: Y ella no sabía montar. Porque, claro, ningún niño compraba una bicicleta en un día tres o cuatro. Ya no habían. Como Karla, había muchos que nunca habían aprendido a montar. Así que, si querías, podías tomar una clase ahí mismo, en la universidad. Pero Karla…
[Karla]: Yo dije: “No, no. Yo tengo una reputación. Yo no voy a ponerme a aprender a montar bicicleta delante de mis compañeros”. ¿Qué van a pensar? ¿Que yo a los 20 años no sé montar bicicleta?
[Daniel]: Así que se fue a aprender por su lado, a la casa de su prima. Donde inmediatamente se cayó de la bicicleta y se partió el pie. Tuvo que usar un yeso, lo que finalmente resultó ser algo bueno.
[Karla]: Y entonces con el yeso fui a… a la universidad, que me dieran la bicicleta. No podía demostrar que sabía montar porque tenía un yeso, pero le expliqué que era… lógicamente, yo sabía montar.
[Daniel]: La miraron un rato, hasta que dijeron: “Bueno, está bien”. Y así fue como Karla —a los veinte— tuvo su primer juguete día uno.
Fidel anunció el comienzo del Periodo Especial en 1990 y esa crisis en realidad nunca terminó. Y esto es lo que quiero que entiendan: cómo veo yo esta pequeña historia.
Cuando te encuentras en un momento de transición, cuando sientes que tú… que tu país se está despidiendo de algo, sin realmente saber bien de qué. Cuando sientes miedo de lo que se viene. A veces encuentras paz en los lugares más inesperados.
Karla consiguió su bicicleta, una amiga le enseñó a montarla y poco a poco empezó a explorar la ciudad con su nuevo juguete.
[Karla]: Podías pedalear por las calles así y… y no sé y sentir el viento. Y a veces me encantaba, por ejemplo, cuando llovía —porque ahí llueve, en el Caribe llueve de pronto, brrrrr— y… y eso… se va a acabar el mundo y a los 15 minutos, se acabó. Y eso me encantaba. Eso me… me… así era como una liberación, ¿no? Y me relajaba muchísimo.
[Daniel]: Porque en Cuba en los noventas el mundo se te empezaba a cerrar. Tus opciones —que no eran muchas— se sentían incluso más reducidas.
Y era tan poco lo que estaba bajo tu control. Tan poca tu autonomía personal. Pero tú seguías con lo tuyo, viendo qué iba a pasar, sin poder ignorar el colapso que venía. Pero en la bicicleta:
[Karla]: Claro. Y si quiero doblar por aquí, doblo por aquí. Si quiero cambiar de opinión, cambio de opinión y me voy por el otro lado. Y… y eres tú el único que… todo depende de… de la resistencia de tus pies. Física, ¿no? Si ya te cansas, bueno, no. Pero todo depende de ti.
[Daniel]: Y esta es la imagen que les quiero dejar, la que quedó grabada en mi mente desde que hablé con Karla. Un país que se siente distinto, en el que las puertas que siempre habían estado abiertas, de pronto se cierran de golpe. Donde hay incertidumbre, malestar. Una crisis que puedes ver en las caras de tus vecinos y de tu familia y de tus amigos, que sientes en la boca del estómago. Una ansiedad que no se distingue del hambre. Ese sentimiento de que algún día tendrás que irte, aunque no sabes cómo lo harías o a dónde.
Pero de noche, llegan las lluvias y la ciudad, dormida, se purifica. Pones un cassette en tu walkman.
[Karla]: Ah, yo escuchaba mucho Pink Floyd. Pink Floyd me acompañó muchísimo en la bicicleta.
[Daniel]: Te pones los audífonos —el mundo queda fuera— y regresas a casa en bicicleta, vagando por calles oscuras y desiertas. Y sientes —solo por un momento— como si nada pudiera detenerte. Menos el mar.
Ya volvemos.
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[Daniel]: Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Soy Daniel Alarcón.
[Karla]: Durante muchos años La Habana fue la ciudad de mis regresos, el lugar donde yo vivía y, por tanto, llegar significaba el fin del viaje, vuelta a la rutina.
[Daniel]: Y esta es Karla Suárez, leyendo un texto llamado La Habana.
[Karla]: Unas veces llegué durmiendo, junto a mi hermana, en el asiento trasero de un carro. Otras desembarcaba donde me dejara el camión y la ciudad se convertía en los rostros de la gente mirándonos como si volviéramos de la guerra, ellos barbudos y nosotras despeinadas, flacos todos, con la ropa sucia y muchas veces rota, con las mochilas llenas de fango y los cuerpos apestando a días de carretera, aunque sólo gracias a las miradas extrañas o a algún comentario al llegar a casa, nos dábamos cuenta de que el perfume colectivo que nos acompañaba en los montes o en las cuevas, en la ciudad se llama simplemente peste.
La Habana era la normalidad, la pausa entre aventura y aventura, el centro del mundo, de nuestro limitado mundo de isleños. Era el aprovechar los días que quedaban de vacaciones para reunirnos a rememorar el viaje y a contarles a los otros y “estuve allí, hice esto, y el peligro, y allí no vuelvo o allí tengo que volver”. Era pasar en limpio mis diarios escritos en libretas maltratadas por el viaje para leérselos a todos, algún día, para que no se nos olvidara quién hacía la fogata para cocinar, quién llegaba siempre de primero, quién protestaba, quién cargaba su mochila de cosas en principio inútiles que luego nos servían para seguir andando, quiénes hacían las crónicas del viaje, quiénes éramos; escribir sobre todo para eso, para que no se nos olvidara quiénes éramos y dónde habíamos estado. La Habana era la vida de todos los días, el punto de partida para el siguiente viaje, el ombligo.
Pero La Habana, para mí, es además otra cosa. Es la ciudad donde yo nací y donde he vivido la mayor parte de mi existencia. Es mi barrio y la alegría de sentirme grande porque me dejaran cruzar sola la avenida 41 para visitar a mi amiga de infancia. Es mi hermana inventando una coreografía para bailar juntas. Es mi casa repleta de los libros de mi madre, todas las historias del mundo escondidas en los libreros y en los discos de acetato. Es mi padre, con unos prismáticos, enseñándome las constelaciones en la azotea de mi edificio. Y ellos dos, con mapas y diseños, casi enloquecidos, tratando de hacerme comprender que el túnel de La Habana pasa por debajo de la bahía, que es una obra de la ingeniería civil, que entra por un lado y sale por el otro, mis padres desesperados ante mi lógica infantil de no creer en lo que no puedo tocar, ¿cómo es posible que peces y barcos se paseen por encima de los autos? Negativa infantil: no entiendo.
Muchos años después, en Roma, un italiano me dijo admirado que el túnel de la bahía de La Habana era una de las cosas que más le había sorprendido de la ciudad. Yo sonreí y entonces saqué mi mapa y expliqué: en La Habana hay tres túneles, dos pasan por debajo del río Almendares y son pequeños, pero el más impresionante es el de la bahía, empieza de este lado y sale por el otro, tiene cuatro carriles, 733 metros de longitud y fue construido por una empresa francesa en los años cincuenta. De hecho, su arquitectura se parece mucho a los túneles que atraviesan algunas montañas en Francia, sólo que el de La Habana es otra cosa porque, mientras lo recorres, sabes que unos metros más arriba puede estar pasando un barco o algún pez, si es que quedan peces en aquellas turbias aguas.
La Habana es los muchachos de mi barrio bañándose en el aguacero y las madres gritando por el balcón que ya es hora de comer, que regresen. Y los chiquitos corriendo, los varones en la calle jugando a la pelota, las niñas jugando al pon. Es las canciones de Teresita Fernández, “amiguitos vamos todos a cantar, porque tenemos el corazón feliz”. Y aquella otra sublime melodía que se escuchaba a lo lejos, segundos antes de agarrar el pote de plástico para salir corriendo a la calle, porque la música anunciaba el Carrito del helado que se paseaba por la ciudad para pararse en una esquina cualquiera a vender helados, paleticas, cosas ricas que había que comprar.
La Habana es la escuela, el uniforme, los poemas de Martí repetidos y aprendidos para toda la vida y recitados cada mañana antes del saludo a la bandera y: “Pioneros por el Comunismo, seremos como el Che”, y la fila, la clase y luego el recreo y las galleticas dulces y el refresco.
La Habana es que tu vecina te pregunte si cambiaste de novio porque el muchacho que vino a buscarte hoy no es el mismo de la semana pasada. Es tocar a la puerta de al lado cuando se te acabó la sal o cuando tienes que llamar por teléfono, porque no tienes teléfono, es escuchar las discusiones de todo el edificio. Es la gente asomada a los balcones, mirando la calle, porque hay calor y no hay nada más interesante que hacer y nos miramos todos y sabemos todo de todos. Es la bronca en medio de la calle o los gritos de aquella vecina mientras se suicidaba pegándose candela. Es la larga cola del pan o la cola de la guagua que demora siglos. Es la pizza y la malta que vendían en la Tropical, antes de que la Tropical se convirtiera en el reino de la música bailable y la salsa se expandiera por el aire para llegar a mi ventana e impedirme escuchar la película del sábado. Es los dos canales de televisión, los muñequitos rusos y polacos con que crecimos, o el cubanísimo Elpidio Valdés luchando contra los españoles, las telenovelas brasileñas y los interminables discursos del Comandante en Jefe transmitidos por los dos canales, justo antes de la telenovela, para que nadie apague la televisión.
La Habana son mis dedos aprendiendo a tocar guitarra en el conservatorio. Es la música de Ignacio Cervantes, de Lecuona, de Caturla, las clases de solfeo y la cara de aquel profesor de marxismo acusándonos de diversionismo ideológico porque los varones querían tener el pelo largo, todos llevábamos las mangas de las camisas remangadas y habíamos colgado en las paredes carteles de: “¡Viva el rock!”. Al día siguiente cuando entró en la clase vio escrito en la pizarra: “¡Qué viva también la música cubana!”, pero entonces nada dijo.
La Habana es la fuga del preuniversitario para bañarse en la costa y lucir orgullosos el colorcito moreno del Caribe. Son las primeras discusiones, las primeras preguntas y la guerra de Angola y Nicaragua y la unidad Latinoamericana y la música de la Nueva Trova acompañando las veladas alrededor de una jarra de té negro soviético. Es descubrir la poesía y querer aprenderse a Vallejo de memoria, reunirse en un garaje para cantar las canciones de uno de nosotros y leer los poemas de todos nosotros y estar de acuerdo en que el mundo no nos entiende, y los vecinos se quejan, porque es madrugada y seguimos cantando y el té no es sólo té, sino que va acompañado de ron y los muchachos gritan y no dejan dormir, hasta que nos cierran el garaje y hay que mudarse al parque más cercano, donde los árboles no protestan y allí podemos quedarnos hasta el amanecer.
La Habana son los helados de Coppelia cuando la heladería abría hasta las dos de la mañana y estaba llena de sabores diferentes. Soy yo caminando de madrugada, kilómetros y kilómetros hasta llegar a casa, por el simple gusto de caminar sola y de noche, cuando caminar solo y de noche no era preocupante, había luz en las calles y gente sentada en los portales. La Habana son los conciertos de los jóvenes trovadores en el Saborit, en el municipio Playa; o en la Casa del joven creador, en la Avenida del Puerto. Es la descarga de música y poesía en el museo de 13 y 8 en el Vedado a finales de los ochenta. Son los libros que había que leerse, que había que pasarse de mano en mano, como dijo Martí: “Ser cultos para ser libres”, había que ser cultos para luego descubrir que no íbamos a ser totalmente libres.
La Habana es el malecón, los casi siete kilómetros de muro bordeando el litoral norte, delimitando las fronteras, marcando nuestra “terrible circunstancia del agua por todas partes” como escribió Virgilio Piñera. La Habana es Piñera y es Carpentier y es Lezama Lima y es todos sus poetas y escritores, vivos y muertos, dentro y fuera de la isla. Y es el desfile de carrozas y comparsas paseando por la avenida del malecón en los carnavales de hace tiempo. Es “Los Guaracheros de Regla” y la comparsa “El alacrán” y los boleros y el camión cisterna vendiendo cerveza a granel en vasos de cartón. Y las mujeres paseándose por la calle con los rolos puestos en la cabeza. Y los leones del Paseo del Prado y el Boulevard y las calles de Centro Habana inundadas de personas.
La Habana, para mí, es la universidad politécnica donde estudié, tan apartada de la ciudad, tan llena de números y de madrugadas en el centro de cálculo y exámenes y trabajos extraescolares en la construcción o en el campo y preparaciones militares y festivales de cultura. Es salir de allí para esconderme en la Biblioteca Nacional a leer una novela de Cortázar o para escuchar a un trovador en el Museo de Artes Decorativas o para estudiar en la Alianza Francesa. Es el Patio de María y sus conciertos del rock más nacional y más underground. Es el Festival de Cine Latinoamericano, las carreras de un cine a otro para ver todas las películas, las fiestas con mucho ron, los amigos. Soy yo cantando en la galería de 23 y 12 o convertida en corista en un concierto en el teatro Carlos Marx. Es todos los sueños de aquellos años con tanto movimiento y tanto querer hacer, porque el tiempo nunca alcanzaba.
La Habana es el desconcierto del año 1989 cuando tumbaron el muro de Berlín y cuando, luego, la “madre Unión Soviética” cortó el cordón umbilical por donde llegaba prácticamente todo. Es descubrir otra ciudad de la noche a la mañana y tener que acostumbrarse. Es el cierre de todas las tiendas, las muchas horas sin luz eléctrica, el agua con azúcar para desayunar y las bicicletas convertidas en el único medio de transporte. Es como si al amanecer alguien te despertara bruscamente, sin delicadeza. El caos, la implosión del país. Es la ciudad abierta de piernas al turismo, la ciudad donde, poco a poco, nos convirtieron en gente sin tierra, no en extranjeros, porque para ellos era la ciudad y su poca luz eléctrica y sus hoteles y sus restaurantes. Para nosotros era “Labana”, simplemente, pero era, aun así era, seguir soñando y reunirse con velas para leer poesía y cantar canciones y discutir de política y beber cualquier cosa. Ya no té ruso, por supuesto, y mucho menos ron cubano, que era para el turismo internacional. Para nosotros era la ciudad que nadie iba a quitarnos, aunque no pudiéramos entrar en sus hoteles, aunque tuviéramos que comer lo mismo todos los días y remendar la ropa y hartarnos de todo.
La Habana es, o son, mis amigos muertos a destiempo, demasiado pronto según la cronología lógica de una vida cualquiera. Cuando, como si no bastara con tu crisis, Habana, tuve que acostumbrarme a sus ausencias y a recorrer en bicicleta el cementerio Colón, tan hermoso, tan cinematográfico, con todas sus esculturas y yo buscando una lápida que alguien se robó para vender más tarde a sobreprecio.
La Habana… eres agosto de 1994. Eres el desorden, la gente gritando en la calle, rompiendo vidrieras, los helicópteros volando por encima de ti. Eres el malecón donde tantas veces nos sentamos a conversar y a beber y a terminar la noche, donde tanta gente se sienta a tomar el fresco del mar, eres el malecón convertido en embarcadero para decir adiós a los que se iban con las balsas construidas en casa. Eres la explosión y luego la calma, el “ojalá que llegues”, “que te vaya bien y mándame dinero”. Eres la sonrisa amarga: “Pioneros por el Comunismo, seremos como el Che”, sí, extranjeros.
Eres, Habana, los cuerpos de tu gente, el calor en la piel, el roce de una mano, las miradas lascivas. Eres esas ganas de reírse todo el tiempo, hasta de nosotros mismos. Eres el tipo sentado en el quicio de la acera esperando que pase cualquier mujer para decirle: “Qué rica estás, mami”. Eres la sonrisa de la mujer, el vaivén de sus carnes. El viejo que canta mientras camina. La vieja fumando en el portal. Las sombras de tus árboles. La música que vuela a través de las ventanas. El ruido. El vecino llamando a los santos afrocubanos y que Changó nos proteja y Elegguá nos abra los caminos. El sudor que corre por la espalda del que pedalea en bicicleta bajo el sol caribeño. El sudor que corre por los cuerpos mientras hacemos el amor. Eres el tic-tac del reloj de la Emisora Radio Reloj, el pitido que anuncia los minutos, uno a uno, para no olvidarnos del tiempo: “son las cinco de la mañana en La Habana, Cuba”. Y cada minuto son apenas 60 segundos cayéndonos encima.
Tú eres, linda Habana, la que se convirtió en un hastío, en la desesperanza. Y eres el aeropuerto, ese agujero por donde tantas cosas desaparecen. Eres muchos amigos de menos en la libreta de teléfonos. La ilusión de una visa internacional para visitar el aeropuerto y decir: chao, ojalá no te tomes la Coca-Cola del olvido. Ojalá me recuerdes, nos recuerdes y puedas escribirnos y quién sabe si volver pronto. Eres el aeropuerto que se llama José Martí, claro, ¿cómo iba a llamarse? Tu aeropuerto, Habana, es ese frío lugar donde la gente va vestida con sus mejores ropas para decir adiós. Y hay cervezas y fiestas y carritos con maletas y llantos atragantados en el pecho. Y están nuestros padres, de un lado o del otro, esperando el regreso o despidiendo, siempre sonrientes, porque un cubano siempre sonríe. Eres el aeropuerto donde un día yo pasé la frontera de inmigración y me paré para mirarlos a todos y decir “chao”, antes de abrir la puerta y largarme con mis sueños a otra parte.
Y aquí estoy, mi Habana, viéndote en las fotografías. Ahora te has convertido en el viaje, las vacaciones. Eres el ansia de la próxima aventura. Nuevos amigos en la libreta de teléfonos. El lugar que no me deja sino seguir soñando, por todo y a pesar de todo. La ciudad fantasma que tengo que descubrir cada vez que vuelvo, pero que me mira y me reconoce. Será por eso, quizá, que entre todas las que conozco, tú eres mi ciudad, Habana, y quién sabe, quién podría decirlo, si un día vuelvas a ser tú la ciudad de mi regreso.
[Daniel]: Karla Suárez es novelista. El ensayo “La Habana” se publicó inicialmente en francés en el libro Cuba, los caminos del azar. Aparece en español en El hijo héroe, publicado en el 2017. Karla vive en Lisboa.
Este episodio fue producido por mi y editado por Camila Segura. La traducción es de Camila y de Victoria Estrada. La mezcla y el diseño de sonido son de Rémy Lozano y Andrés Azpiri. Esta historia se presentó por primera vez en nuestro show en vivo en Washington, en septiembre del 2018.
El equipo de Radio Ambulante incluye a Lisette Arévalo, Gabriela Brenes, Jorge Caraballo, Andrea López Cruzado, Miranda Mazariegos, Patrick Moseley, Laura Rojas Aponte, Barbara Sawhill, David Trujillo, Elsa Liliana Ulloa, Luis Fernando Vargas, Silvia Viñas y Joseph Zárate. Carolina Guerrero es la CEO.
Radio Ambulante se produce y se mezcla en el programa Hindenburg PRO.
Y con esta historia terminamos la temporada del 2018-2019. Estamos muy muy agradecidos con todos, por el apoyo, por escucharnos, por los mensajes, los tuits, los clubes de escucha, por todo todo todo. En nombre del equipo quiero agradecerles y decirles cuánto significa para nosotros sentir ese cariño y ese apoyo. Estamos ya trabajando en nuevas historias, para volver con más energía y más ambición la próxima temporada. Atentos a nuestras redes para estar enterado de cualquier novedad. Tendremos algunos anuncios interesantes en los meses que vienen.
Entonces, lo último que me queda de decir es lo de siempre:
Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.