Transcripción: Variaciones sobre el juramento conyugal
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Hacía no más de dos semanas que había llegado a la Ciudad de México cuando un compañero de la Facultad de Ciencias Políticas organizó una fiesta. No sabía mucho de él, sólo que se llamaba Sergio, era unos seis años mayor que la mayoría de los estudiantes de nuevo ingreso, y había estado inscrito en varias escuelas de las cuales desertaba al cabo de algún tiempo para dedicarse a trabajar. En la que más había durado era en la Facultad de Derecho, y donde más había trabajado era en una barandilla, seguramente como mandadero de un abogado menor, pero por las ínfulas que se daba uno habría pensado que había sido Procurador General de la República.
—Mira chavo —decía a quien tuviera enfrente—, si quieres estudiar, estudia, está bien, pero para hacerla en la vida lo que se necesitan son palancas. Y para tu suerte aquí mero tienes una. Si alguna vez caes en el tambo avísame nomás, yo te saco sin pedos.
Lo extraño es que le creíamos. También le creímos cuando invitó a su casa a docenas de personas que casi no conocía, asegurándonos que tenía suficiente espacio y que no habría bronca que nomás trajéramos unas chelas porque mejor que sobre y no que falte.
La fiesta era lejos. No, lejísimos, y por eso quedé con Vázquez, un compañero de la Facultad, de ir juntos. Vázquez era un tipo bonachón y enorme que trabajaba como sacaborrachas en un antro de desnudistas para mujeres; además era chilango de nacimiento, ¿quién podía conocer mejor la ciudad? Cuando le pregunté cómo es que íbamos a regresar me dijo una frase que bien podría ser el lema nacional. Dijo:
—Oooh, luego vemos.
Sergio no vivía en la mansión que había insinuado tener, sino en un departamentito de un solo dormitorio en una unidad habitacional gigantesca.
Cuando llegamos, el lugar ya era una empacadora de carne viva y cerveza fría, pero todo el mundo parecía feliz.
Algunos detalles de la fiesta se me han borrado, pero lo que sí recuerdo es que, por ahí de la una de la mañana, llegó una mujer que no pertenecía al grupo de estudiantes.
Una mujer, no una muchachita. Estaba sobria y era amable, pero no parecía venir a la pachanga. No recuerdo su nombre, pero, para efectos de esta historia, la llamaré Salomé. Salomé comenzó a saludar a cada uno de los presentes, y con cada uno se tomaba unos segundos extra para decirle:
—Hola cómo te va, soy la novia de Sergio, mañana nos casamos.
Y pasaba con el siguiente invitado a decirle lo mismo.
—Hola cómo te va, soy la novia de Sergio, mañana nos casamos.
Detrás de ella venía Sergio desactivando las noticias: movía sonriente la cabeza de lado a lado y decía:
—No le creas, está bromeando nomás.
Y la verdad no sabíamos qué pensar, entonces, nos olvidamos del asunto.
La fiesta siguió. La mota se ponchó generosamente, el alcohol corrió alegremente, surgieron nuevas amistades… y hasta baile hubo, gracias a la infinita capacidad de los seres humanos de comprimirse contra una pared a contrapelo de las leyes de la física. Recuerdo haber visto a Vázquez trenzado de la lengua con una compañera a la que no le había dirigido la palabra antes.
Eventualmente la fiesta languideció. Los invitados comenzaron a abandonar el departamentito como si estuviera a punto de hundirse en el mar, y de pronto me di cuenta de que sólo quedábamos Vázquez y yo. Vázquez había perdido a su amiga en algún momento de la noche y ahora estaba sentado en el único sillón de la sala, muy triste o muy borracho. Le dije a Sergio que ninguno de nosotros tenía auto, que si a esa hora todavía encontrábamos pesero. Respondió con un gesto de “No tiene la menor importancia” y dijo:
—¿De qué se preocupan? Échense por ahí y al rato que amanezca vamos a desayunarnos un pozole.
Órale. Obedecimos pues, Vázquez en el sillón y yo en el suelo, tras democrático volado con una moneda de a diez. Eran casi las cinco de la mañana, así que ambos caímos dormidos casi de inmediato.
Lo siguiente que recuerdo es un portazo y el grito estentóreo de Salomé:
—¡Mira cómo estás y en un rato tenemos eso!
Abrí los ojos y vi a Salomé que miraba alternadamente a su novio por un lado, lagañoso, descalzo y en calzones, y por el otro a Vázquez y a mí echados entre un mar de latas, botellas y ceniceros. Se acercó a nosotros y, con una amabilidad incomprensible, nos dijo:
—Discúlpenme chicos, pero se tienen que ir. Nos casamos a las 12 y éste ni siquiera se ha bañado.
Sergio, que por un momento había parecido avergonzado, sumiso y, definitivamente crudo, de repente sacó fuerzas de no sé dónde y dijo:
—A mis amigos no les hablas así, óyeme. No se van a ningún lado. ¿Y sabes por qué? ¿Y sabes por qué? Porque además van a ser mis testigos en la boda. ¿Cómo la ves?
Salomé lo midió con mirada fría, serena y amenazante.
—Báñate —dijo—. No vas a llegar tarde. ¿Me oíste?
Y salió.
Sergio se volvió hacia nosotros, desanimado, pero sobre todo como con vergüenza por ser mal anfitrión, y dijo:
—Chale, a lo mejor ya ni tiempo nos va a dar de desayunar. Orita vemos qué onda.
Dejamos pasar unos segundos a ver si Sergio nos daba alguna explicación, pero como no lo hacía pregunté:
—¿Te cae? ¿De verdad te vas a casar ahorita?
Sergio se rascó una oreja como ayudándose a reflexionar, luego dijo:
—Pos ya era de dios, creo.
Y se metió a la regadera.
Vázquez y yo nos quedamos en silencio por un buen rato, observando el chiquero donde Sergio había encontrado a sus testigos de boda, este par de muchachitos apestosos a cigarro y alcohol. Entonces yo dije, asentando lo obvio:
—Este cabrón está loco.
A lo que Vázquez respondió sabiamente:
—Creo que mejor nos largamos.
Me pareció una gran idea. Pero ya íbamos saliendo, cuando Sergio apareció, todo limpito y trajeado y de corbata y dijo que de ningún modo nos podíamos ir, que no lo íbamos a dejar morir solo, que íbamos a ser sus pinches testigos y que terminada la ceremonia nos la seguíamos.
La boda sería en las oficinas del registro civil de Coyoacán, así que, como teníamos un buen trecho por delante, Vázquez compró unas cervezas para chiquiteárnoslas en el camino.
Salomé esperaba con su familia afuera de las oficinas, que están en lo que solía ser la casa de Hernán Cortés. Se veía radiante, toda de blanco y con un pequeño ramito de flores en el cabello. La expresión cambió un tanto cuando vio a los sujetos que acompañaban a su futuro marido: ambos ojerosos, sucios, y por si fuera poco, con sendas latas de tecate en mano.
—Ni creas que me vas a hacer esto —dijo Salome—. Ya tenía avisados a mis primos, así que trajeron sus identificaciones y ellos van a ser tus testigos.
Sergio hizo un débil ademán de protesta. No insistió, pero eso sí, fue a disculparse con nosotros:
—Tst, ya ven como son las pinches viejas —dijo.
Vázquez y yo asentimos en silencio, más de acuerdo con la decisión de la novia que con la perla de sabiduría del novio, y nos alejamos de la mesa del juez con toda la dignidad que nos confería nuestra indumentaria de extraños que se han colado a la fiesta.
Entonces, quién sabe por qué, le dije a Vázquez:
-Yo la verdad como que ya me había ilusionado con firmar el acta.
Vázquez me miró con cara de «¿Te cae?», luego pareció reconsiderarlo por un par de segundos, miró otra vez a los novios y respondió:
-La neta es que yo hasta había pensado en llevarme mi copia del acta al final.
La boda fue solemne y breve pero bonita. O eso es lo que pudimos apreciar desde el lugar que nos había asignado la familia de Salomé: hasta atrás, a una distancia prudente de la nariz del resto de los invitados. El juez leyó la epístola de Melchor Ocampo completita, Salomé estaba genuinamente emocionada y Sergio parecía el hombre más formal y responsable del mundo. Costaba trabajo creer que fuera el mismo chavo que unas horas antes se empinaba un tequila tras otro mientras decía “¿Somos hombres o payasos?” Chingao, si ésa hubiera sido mi hija, me habría sentido orgulloso de que se casara con él.
Al final hubo lágrimas y aplausos y hasta arroz por los aires. Vázquez y yo nos acercamos a felicitar a los novios. Sergio nos palmeó y nos agradeció como si fuéramos hermanos del alma, aunque estoy seguro de que ni nuestros apellidos sabía; la novia posó las puntas de sus dedos en nuestros hombros en una versión diplomática de lo que podía ser un abrazo.
Luego, el recién casado dijo:
—Ora sí, que comience la fiesta.
Ellos se fueron, incluido Vázquez. Yo no. Todavía me faltaba ver cómo iba a regresar a casa.
Por un tiempo me imaginé la clase de infierno que debe ser casarte con alguien capaz de llevar a un par de desconocidos en estado de descomposición a tu boda, o: casarte con alguien que no es capaz de respetar el sagrado vínculo de la amistad alcohólica.
En cualquier caso, al poco tiempo, Sergio, el hombre de leyes, desertó también de la Facultad de Ciencias Políticas y no volví a saber de él. No se si el matrimonio prosperó, o si lo que vi era solo el presagio de un melodrama de largo aliento.
Sabrá Dios dónde estará haciendo justicia.