Más se perdió en la guerra – Transcripción

Más se perdió en la guerra – Transcripción

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Jorge:

Hola. Soy Jorge Caraballo, editor de crecimiento en Radio Ambulante. Estamos cerca de presentar nuestra décima temporada. Sí, diez temporadas ya contando las historias de América Latina. Y los últimos meses hemos estado trabajando duro, no solo produciendo nuevos episodios: también invirtiendo en el crecimiento de nuestra organización. 

Es un momento difícil para la industria. Muchos medios están recortando equipos y muchas historias se quedarán sin contar. Por eso, ahora, a pesar de las circunstancias, sentimos la responsabilidad de dar un salto. Necesitamos aumentar nuestra capacidad para asumir más proyectos narrativos y experimentar nuevas maneras de contar nuestra región.

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Los dejo con Daniel y un episodio especial antes de la nueva temporada. 

Bienvenidos a Radio Ambulante desde NPR. Soy Daniel Alarcón. Estamos preparando la nueva temporada, pero por mientras… Queríamos compartirles un episodio especial. 

[Music ]

Hace cinco años, cuando me mostraron el departamento donde ahora vivo con mi familia, la señora encargada del edificio llegó al último cuarto, al fondo del pasillo, se acercó a la ventana y me pidió disculpas. 

Al otro lado de la avenida, había —hay— una construcción inmensa e incompleta. Ese día de verano del 2015 se veían, dentro de un lote baldío lleno de huecos y túneles y montículos gigantes de tierra, los esqueletos inconclusos de un par de edificios a medio armar.

Se notaba, no los detalles, pero sí la ambición vertiginosa del proyecto. Eran las diez de la mañana y cientos de obreros se movían entre las máquinas enormes. Es ruidoso, no te voy a mentir, me dijo la señora. Pero algún día terminarán.

La verdad es que no me molestó. Me había ido de Nueva York en 2001, y siempre había querido volver. Ahora pensé en mi hijo menor, que en ese momento tenía dos años. Será neoyorquino, pensé, de los que miden sus años con el tamaño de los edificios que se levantan a su alrededor. Me imaginé que pasaría horas desde su ventana observando las grúas, los camiones, los obreros que se mueven entre tanto caos, y que en realidad sería un privilegio para él ver crecer este bosque de cemento y acero, y luego poder decir, de grande, que se acordaba de cuando nada de esto existía. Pertenecer a un lugar es eso, finalmente: cargar su historia contigo siempre, de manera intuitiva. Yo siempre quise ser neoyorquino; por momentos he sentido como un fracaso personal no serlo. Pensé: mi hijo sí lo será, sin siquiera planteárselo. 

Ahora tiene siete años, con solo vagos recuerdos de haber vivido en cualquier otro lugar, y ni siquiera nota los detalles de la ciudad que me llamaron tanto la atención cuando llegué en 1995.

Como buen residente de Manhattan, piensa que todas las ciudades son islas. Su desayuno preferido es un bagel con salmón. Habla de uptown y downtown sin problemas. Tiene preferencias entre los diversos puentes que conectan los distritos de Nueva York entre sí y con el mundo. Cuando compartimos el ascensor con algún vecino del edificio, mi hijo, atento y bien educado, les pregunta cuál es su paradero —no cuál es su piso— como si fuera el conductor del metro.

Y no han sido pocas las veces que lo he encontrado en su ventana, tomando sol y mirando muy atento a la construcción masiva y su movimiento constante. En cinco años, ya son cuatro edificios que se han aparecido de la nada, ya abiertos al público, y hay tres más en proceso. No paran de construir. Nunca paran. Así es Nueva York, solía decirle con orgullo, cuando mirábamos asombrados por la ventana cómo los obreros se alistaban para el día de trabajo bajo una lluvia densa o la nieve que caía sin cuartel. No importa el frío, le decía. No importa el viento furioso que corre desde el río. Tampoco el calor agobiante del verano. No paran. Nunca paran. 

Somos neoyorquinos, le decía. Nunca paramos.

Hasta marzo, claro. Cuando paró todo.

[MÚSICA]

Pasé mis primeros años aquí envuelto en una suerte de nostalgia inventada, atormentado por la idea de que la versión más auténtica de Nueva York había existido cinco, diez o veinte años antes de que llegara. Caminaba mucho, lleno de ganas de ver cada calle, cada barrio, cada edificio y grabar sus detalles, de hablar con toda la gente que me encontraba ahí y recopilar sus historias; y a veces me subía al metro e iba hasta el último paradero, como si tuviera que verificar que la ciudad en realidad terminaba. 

Tengo una colección de memorias de esos primeros años que no me atrevo a compartir. No porque sean escandalosas o comprometedoras, sino porque son todo lo contrario. Son ordinarias: primeros amores y partidas de corazón, éxitos pequeños y fracasos que se sentían enormes. Recuerdo lecturas y conciertos y obras de arte que me transformaron, pero no más que las risas de mis amigos, que me dieron vida. Llegué a los dieciocho años a Nueva York, inmaduro, inseguro, curioso, pelucón. A pocas semanas de llegar, me rapé, pensando que así me vería menos fuera de lugar. Las memorias de esos años son las de cualquier adolescente que llega a un lugar extraño, nuevo, y trata de inventar una versión de sí mismo que no detesta. Igual me causan tanta emoción estos recuerdos banales que me da vergüenza detallarlos y presentarlos como si fueran especiales.

Quizá lo único que tengan de especial son su trasfondo, Nueva York. Ahora me doy cuenta de que llegué en un momento de transición. Conocí la ciudad antes del 11-S, cuando todos teníamos menos miedo, o más bien entendíamos el miedo de otra manera. Poco a poco fui entendiendo de que no había llegado tarde, sino justo a tiempo, de que todos llegamos justo a tiempo a este lugar, de que una ciudad que nunca para de cambiar siempre abre espacio para el recién llegado que quiere convertirse en otra persona. Me enamoré de esta ciudad, y es un amor con puntos fijos en el mapa y en el tiempo. Astor Place, 17 noviembre 1995. The West End, 9 de marzo 1997. Yankee Stadium, 4 junio 2001. 

Antes, en esa vida inocente en que no sabía lo que era el coronavirus, solía echar una mirada por mi ventana cada mañana y observar los transeúntes caminando hacia el metro. Veía cómo iban vestidos para decidir qué ponerme yo, y cómo vestir a mi hijo menor. Si botas o no. Si una chaqueta o no. Si una bufanda o no. Dependía de mis vecinos hasta para algo tan básico. Ahora que no veo a casi nadie por la ventana, no sé cómo vestirme. Igual supongo que no importa. Desde marzo no tengo mucho lugar adónde ir. 

En abril, el mes del apocalipsis, nos acostumbramos a las sirenas. Más de una vez, en las breves caminatas que hacía con mi perra, me encontré con una ambulancia estacionada delante de algún edificio del barrio, a tiempo para ver a los enfermeros entrando vestidos de astronautas para recoger a un vecino. Ante una escena como ésa, es normal preguntarse si el paciente volverá a casa algún día, o morirá solo en un hospital atiborrado. Es normal preguntárselo, igual que es normal llorar de la rabia y la impotencia.

[MÚSICA]

Más se perdió en la guerra. 

De niño me gustaba mucho esa frase, aunque tardé años en entenderla. Mi madre la usaba para despejar quejas, minimizarlas. Por ejemplo, si pedía que me compraran un juguete que todos mis amigos gringos tenían, mi madre, siempre ecuánime, callaba mis reclamos con un simple “más se perdió en la guerra.” Era brutal e inapelable, una manera poética de decir de qué te quejas, niño? 

Fueron años antes de que me atreviera a preguntarle lo que siempre me fastidiaba: ¿cuál guerra? 

Cualquiera, me dijo. Todas.

A pesar de lo que sucedía en Perú, donde nací, la guerra para mí era algo exótico, distante. Crecí en un suburbio tranquilo de una ciudad tranquila en el sur de los Estados Unidos. Todo pasaba al otro lado del mundo. Se veía en la tele y se confundía entre comerciales y comedias y espectáculos deportivos. Como gringo, sabía que nuestras guerras eran constantes, pero se libraban en países lejanos, donde la muerte y la destrucción se repartían entre los infelices a los que se les había ocurrido vivir en la línea del fuego. Nosotros, los estadounidenses, ni siquiera hacíamos cuentas de lo que ellos perdían, ya que no era problema nuestro. Nadie me tuvo que enseñar esto. Como todas las ficciones nacionales, se intuía. 

Ahora estamos más acostumbrados a perder. Y no solo las guerras. Ahora la noticia difícil está pasando acá. En la puerta de mi edificio. En mi barrio, en mi ciudad. Ahora la noticia local es compartida, como si todos estuviéramos viviendo versiones personales de la misma pesadilla. 

Pero estoy aquí para recordarles que esto va pasar. No va a ser mañana, y hay mucho camino por delante, pero va a pasar.

En abril, hubo días en los que hubo más de 500 muertos por este monstruo en la ciudad de Nueva York. Ahora el promedio diario es solo 13. No es que todo esté normal, por supuesto que no. Puede haber un rebrote en cualquier momento… Pero la ciudad sí se siente diferente… Hay vida en las calles. Por las noches se escucha música en el parque al frente de mi edificio. Los vecinos ahora nos saludamos, a distancia, claro, y detrás de mascarillas, pero la costumbre de saludar que se perdió en marzo y abril ha vuelto. Felizmente. Todo es más llevadero así, uno no se siente tan solo.

Ya no se siente como abril, cuando me despertaba con ansiedad, con una falta de aliento que suponía que era covid, pero que era, en realidad, nada más que miedo. Ya no. Otra vez puedo sentarme en la ventana con mi hijo, ver los obreros que ya volvieron a trabajar y recordarle que Nueva York no para. No hablamos de la pandemia en pasado. Sabemos que falta mucho. Pero Nueva York no para, le digo. 

Y nosotros tampoco.

Una versión de este ensayo se publicó en la revista de la UNAM en abril. Esta versión fue editada por Camila Segura. El fact-checking es de Andrea López Cruzado. La música y el diseño de sonido son de Andrés Azpiri.

El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Lisette Arévalo, Jorge Caraballo, Aneris Casassus, Victoria Estrada, Fernanda Guzmán, Remy Lozano, Miranda Mazariegos, Patrick Moseley, Barbara Sawhill, David Trujillo y Elsa Liliana Ulloa. Carolina Guerrero es la CEO.

Y bueno, un par de cositas antes de cerrar. Primero, estamos contratando varias posiciones en Radio Ambulante, y les puedo decir con la boca llena que este es un lugar chévere para trabajar. Somos ambiciosos en el buen sentido de la palabra, y queremos encontrar los mejores narradores y periodistas de América Latina. Los más creativos. Hay más información en nuestra página web.

Y segundo, si te gusta lo que hacemos, por favor, considera unirte a nuestro programa de membresías. Es la mejor manera de apoyar nuestro trabajo. Lo apreciamos muchísimo. Hay más información en radio ambulante punto o r g, slash donar.

Eso es. Volveremos en septiembre con nuevos episodios. Si no saben qué escuchar por mientras, les quiero recomendar otro podcast de Radio Ambulante Estudios… Se llama El hilo y sale cada viernes. Búscalo donde escuches tus podcasts. Ambos shows se producen con Hindenburg Pro.

Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar. 

Créditos

PRODUCCIÓN Y EDICIÓN
Daniel Alarcón y Camila Segura


DISEÑO DE SONIDO
Andrés Azpiri


MÚSICA
Andrés Azpiri


FOTO
Carolina Guerrero


VERIFICACIÓN DE DATOS Y HECHOS
Andrea López-Cruzado


PAÍS
Estados Unidos


PUBLICADO EN
07/28/2020

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