La maleta cubana | Transcripción

La maleta cubana | Transcripción

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[Daniel Alarcón]: Hola, Ambulantes

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Esto es Radio Ambulante, desde NPR. Soy Daniel Alarcón.

Esta, como tantas historias latinoamericanas, es una de idas y venidas. Y sobre maletas complicadas. 

Tal vez recuerden a Karla… 

[Karla Suárez]: Bueno, soy Karla Suárez. Soy cubana, escritora. 



[Daniel]: La conocimos hace cinco temporadas, con un episodio llamado Toy Story. Vale la pena volver a escucharlo si tienen tiempo. Pero, en todo caso, lo que necesitan saber para la historia de hoy es que Karla lleva veinticinco años viviendo fuera de su país. Salió con menos de treinta, en 1998.

Antes de los años noventa, los cubanos solo podían viajar por asuntos oficiales o para estudiar en un país del ex bloque comunista. En los noventa se autorizaron los viajes por asuntos personales, aunque había que pedir un “permiso de salida” y tener una carta de invitación, de un familiar o un cubano en el extranjero… o bien, alguien que justificara el motivo de que la persona saliera del país. Así que el viaje, que antes era un sueño, fue entrando poco a poco en la vida de los cubanos y con él, la maleta.

[Karla]: Al final una maleta es una cosa muy chiquita y entonces escoger lo que te vas a llevar es súper difícil. Pero casi todo lo que me llevé en esa primera maleta todavía está conmigo. 

[Daniel]: Karla vivió unos años en Roma; luego se fue a París, y desde hace 13, vive en Lisboa. Cuando dejó Cuba, se fue con relativamente poco, lo que cabía en una maleta pequeña. Tres libros. Algo de ropa, toda de verano.

[Karla]: Tengo en mi librero de mi casa, que lleva viajando conmigo 25 años, una botellita chiquitita así, de whisky, que ni siquiera era un whisky que a mí me gustaba, pero me lo regaló una amiga y me dijo: “Tómatelo en el avión”. Y yo me lo llevé y me lo tomé en el avión y guardé la botellita. Para mí esa botellita es el viaje. El viaje que yo me iba, ya a vivir fuera. Y ahí está en mi librero. Esa botellita está siempre conmigo. 

[Daniel]: En esos años, una parte de la generación de Karla también se fue a vivir al extranjero. Fueron los años del llamado “Periodo Especial”, un tiempo de crisis que llegó después de la caída de la Unión Soviética. La gente empezó a salir de la isla como pudo: por contratos de trabajo, matrimonios, turismo, o lo que se conoce como “misiones de internacionalización”, o sea, para trabajar en otros países por medio de un contrato con el gobierno cubano. 

En 2013 se eliminó el tener que pedir permiso para salir de Cuba, aunque aún hay cubanos a quienes, por asuntos políticos, no se les permite ni salir ni regresar de visita. A partir de ese momento, sin embargo, el flujo migratorio empezó a aumentar en ambos sentidos.

Karla salió con un permiso de residencia. Y, desde que se fue, ha vuelto cada vez que ha podido. 

[Karla]: Al principio, fui como cada seis meses, luego pasé unos años en que no iba… iba cada dos años, luego pasaron más años y entonces empecé…

[Daniel]: Y así. Como dije, idas y vueltas. Tantas que Karla ya ha perdido la cuenta de cuántas veces ha visitado la isla, su isla, desde que salió. En los primeros años, cada vuelta a casa era una celebración. Vacaciones, en cierto modo. Volver a ver a los amigos, a la familia, viajar por Cuba, ir a la playa. Volver a una ciudad que todavía consideraba suya. 

Y en su maleta empacaba… pues… lo que se imaginan…

[Karla]: Al principio, mira, las primeras maletas. Llevaba cosas para mis padres. Pero mis padres, en ese momento, estaban… estaban jóvenes. Todavía estaban fuertes. Llevaba, por ejemplo, muchos regalos. Llevaba ropa para mis amigas. Había las que tenían bebés y entonces llevaba cosas para los bebés. 

[Daniel]: Pero con el paso de los años las cosas fueron cambiando.

[Karla]: Es curioso, porque claro, cuando yo iba al principio siempre encontraba muchos amigos y cada vez que volvía, había uno menos y uno menos. 

[Daniel]:  ¿Qué porcentaje de tus amigos de tu generación se han ido? 

[Karla]: Uf. No sabría decirte, pero… Casi todos. O sea, ahí quedan, quedan algunos amigos, algunos quedan y quisieran irse, pero quedan pocos. Realmente quedan pocos. Mis amigos están en… los encuentro en las redes, en los países que voy, en WhatsApp, así. 

[Daniel]: Y con cada conocido que se iba, el país al que pertenecía, la Cuba de su juventud, se volvía, cada vez más, un país imaginario. Un país que existía en su memoria o quizás en la memoria colectiva de una generación de cubanos que ahora vive esparcida por el mundo. 

Y cada maleta que empacaba para esos viajes de regreso se convertía en una fotografía instantánea de la vida en Cuba: momentos de aparente apertura política, de relativa prosperidad, y luego épocas de represión, de precariedad, incluso de hambre.

[Karla]: Poco a poco, con los años empezaron la… o sea, la maleta empezó a cambiar, ¿no? Era de: “Ya me hace falta tal cosa, necesito esto. Mira, a ver si me buscas esto”. O sea, por mi familia y por mis amigos. Luego mis padres, claro, empezaron a hacerse mayores también y ya ciertas cosas que no podían hacer y empezaron a faltar muchísimas cosas también en el país. Y entonces, claro, tú cada vez que ibas decías voy a meter en la maleta… en lugar de meter, no sé, una, un vestidito, que qué bonito es, bueno, pues mejor le llevo, yo que sé, algo de que le hace falta al bebé o al niño chiquito. 

[Daniel]: Y no es que no la llenara de emoción cada visita, por supuesto que sí. 

[Karla]: Pero claro, es como… es cada vez volver a un país que ya no conoces. Ha ido cambiando mi, mi, mi viaje ya no es un viaje hace tiempo, ya no es un viaje de vacaciones. La gente me dice: “Te vas para Cuba. ¡Ay, qué rico!” Y digo bueno, para mí exactamente no es irme para Cuba, no es “qué rico, me voy para la playa”. Es: “Voy a resolver problemas a la gente”.

[Daniel]: Hoy vamos a acompañarla en un viaje a Cuba que hizo en junio del 2023, a ver qué encuentra, a ver qué problemas le toca resolver, a ver si lo que metió en la maleta sirve o no.

Ya volvemos. 

[Daniel]: Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Karla Suárez nos sigue contando. 

Aquí Karla. 

[Karla]: Como me encanta viajar, cada vez que debo hacer una maleta, me entusiasmo. Si mi destino es Cuba, las cosas son un poquito diferentes. Mi viaje empieza por la maleta, sí, pero, como ya escucharon, no se trata de una maleta cualquiera. La mía es la maleta del emigrante.

Hacerla no es cuestión de horas ni de la noche antes de partir, porque en ella va muy poco para mí y mucho para los demás: familiares, amigos, familiares de mis amigos, amigos de mis amigos. Cosas que hacen falta y que allá no se encuentran fácilmente. 

Cada maleta es como una radiografía del estado en que está el país en el momento del viaje. Por eso, todas las maletas que he hecho para cada uno de mis regresos a Cuba han sido distintas. Tienen en común, eso sí, el modo de prepararlas. Yo suelo empezar a hacerla el mismo día que compro el billete de viaje. A veces, incluso antes. Al principio me preguntaba por qué me demoraba tanto. Creía que eso solo me sucedía a mí, pero con los años, hablando con otros cubanos, entendí que es algo común. Mi amiga Andrea, por ejemplo, lleva años viviendo en Portugal y ya ni sabe cuántas maletas cubanas ha tenido que hacer. Lo que sí sabe es que siempre se demora.

[Andrea]: Meses. Meses. Y es que uno va comprando, vamos comprando. Y al final terminas, como termino yo, es llevando maletas y pagando maletas de más con cosas que tú te das cuenta que que para nosotros no, para mí aquí no, no hace sentido, pero te pones a pensar, tú dices para ellos tiene todo el sentido del mundo y mucho más.

[Karla]: Para intentar poner un poco de orden en todo eso que se necesita allá, lo primero que hago para preparar mi maleta es una lista. Les escribo a mis familiares y a los amigos que tengo en Cuba para que me digan qué les hace falta. Las prioridades están más o menos claras: en primer lugar, medicinas y alimentos para niños y mayores. Voy a llevar lo que pueda, claro, pero prefiero saber todas las necesidades, a tener que decir después: “¿Pero por qué no me lo dijiste?”

La gente va respondiendo. Algunos dicen que no les hace falta nada, pero insisto, porque sé que les da vergüenza pedir. Otros necesitan cosas que yo ni sabía que existían y me toca empezar a buscarlas. A veces también me piden para un amigo o un familiar que no conozco pero, si es importante, pues se hace lo que se pueda. A medida que se va acercando la fecha del viaje, suelen aparecer pedidos inesperados. Y así, poco a poco, voy comprando. 

Como de costumbre, para mi último viaje hice una lista. 

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Karla]: Bueno, hoy tengo que hacer las últimas compras. 

Esta soy yo, unos días antes de viajar a Cuba revisando las cosas que me pedían… 

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Karla]: A ver la lista y voy tachando. Esto. Ya está. Lo de supermercado está casi todo. La leche en polvo, la desnatada y entera. Ok. Ok, Ok, Ok. El filtro para la tubería del tanque de casa de David finalmente no lo encontré. Tremenda pena que me da. Pero bueno… En la farmacia me falta el suero fisiológico, la furosemida, las medias elásticas, el ibuprofeno infantil, lo de la mamá de Yamilé, el yodo de mi tía. Y voy a comprar otro paracetamol por si acaso. Bueno, ya está casi todo, falta poquito. 

Cuando llamas a casa de un cubano que vive fuera y te dice que está haciendo la maleta para viajar a Cuba, uno enseguida responde: “Bueno, chao, hablamos cuando puedas”. Y es que hacer una maleta cubana es un estrés, una pesadilla, porque uno quiere ayudar a todo el mundo y por eso quiere meter más cosas de las que caben. 

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Karla]: Importante es que todo esté apretado y que no haya movimientos en la maleta. 

Yo empiezo a empacar varios días antes para irme dando cuenta del volumen real de lo que tengo y así lo hice en este último viaje. Hice y rehice la maleta para que entrara lo más que se pudiera. Hay quienes hacen sus inventos. Mi amigo Guillermo, que vive en España desde finales de los noventa y también viaja a La Habana a visitar a su familia, me contó del suyo.

[Guillermo]: Pues yo compro una bolsa que venden, que es de plástico. Es un plástico que es un poco fuerte. O sea, no es una bolsa de plástico de supermercado, es un plástico un poquito más resistente que no pesa nada. Y entonces de esta forma el peso de una maleta me lo ahorro. Una maleta puede pesar unos cuatro kilos o cinco kilos. Entonces lleno esta, esta bolsa, con todo trato de poner en los exteriores lo que puede recibir golpes como telas, ropa, las latas que pueden recibir golpes y no se rompen. Y en el centro, lo que es más frágil. 

[Karla]: En mi caso, suelo llevar un maletín que es fuerte pero bastante ligero. Y, antes de empezar a empacar, saco todos los envases de cartón para eliminar gramos inútiles de peso y estudio con qué puedo proteger lo frágil, qué puedo meter dentro de qué, cosas así. Recuerdo que una vez tenía que llevar una jaula para el gato de mi madre, pero tenía una estructura rígida y no cabía en la maleta. Entonces lo que hice fue llenarla con las medicinas que llevaba para la gente y envolverla con el pareo que me había pedido una amiga. Ese fue mi equipaje de mano.

Esta vez, uno de los retos fueron unas botellas de aceite de cocina, pero mi hermana tuvo una gran idea. Ella también vive fuera y tiene experiencia con este tipo de maletas. 

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Hermana]: Mira. ¿Te acuerdas que tiene los pañales esos? 

[Karla]: Ah. ¿Puedo meter la botella de aceite dentro de los pañales?

[Hermana]: Sacamos los pañales del paquete de pañales, sacamos los pañales del medio. Mete las dos botellas ahí y ya está. Y si pasa algo, los pañales. 

[Karla]: Si pasa algo, un pañal absorbe el aceite. Ok, dale. Perfecto. Sí, lo voy a hacer así. 

En la maleta cubana todo tiene que encajar perfectamente. 

En este viaje casi todo lo que llevé fue comida y medicinas, porque es lo que falta ahora. Decía antes que cada maleta es como una radiografía del país. En años anteriores he llevado herramientas, pinturas para pared, hasta pequeños muebles de IKEA. Pero ahora Cuba está pasando por otra crisis económica, social y política. Muy fuerte esta vez, solo comparable con la que se vivió en los años noventa. En 2023 lo que urge es alimento y salud. De hecho, esta vez, todos los encargos que me hicieron fueron medicamentos. Y a eso nunca digo que no, aunque el peso siga aumentando. Pesar la maleta siempre me genera ansiedad. 

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Karla]: Y ahora vamos a ver cuánto pesa, porque eso es fundamental. Entonces cerramos. Y cerramos el otro. Y ahora la pesamos. Ok, perfecto. Estoy en 20. Perfecto. Todavía incluso le cabe alguna cosita más. 

[Karla]: Las aerolíneas en las que viajo admiten una  maleta de 23 kilos en clase turista. Cualquier sobrepeso o una segunda maleta se debe pagar. Hace unos años en Cuba pasaba lo que no creo que pase en ningún otro lugar del mundo: cuando llegabas al aeropuerto de La Habana te pesaban el equipaje y si tenías sobrepeso o una segunda maleta, tocaba pagar otra vez o renunciar a algunas cosas. Eso también siempre me provocaba un nerviosismo tremendo. Así que mi preocupación con la maleta no terminaba hasta que ya llegaba a casa.

Eso fue cambiando con los años. Y ahora, luego de las protestas en Cuba de julio de 2021, han eliminado los aranceles para los alimentos, productos de aseo y medicamentos. Se pueden entrar sin limitaciones, a menos que sean para comercializar. 

La medida surgió con carácter temporal, pero por ahora sigue vigente, y es lo que nos ha facilitado a muchos llevar más cosas que antes. Pero en este último viaje solo llevé una maleta de 23 kilos. Tuve que comprar muchísimas medicinas y por más que quisiera, el bolsillo no me dio para más. 

Cada viaje me juro que esta vez sí que voy a tener la maleta ya cerrada antes de cenar la víspera del viaje. Pero nunca me sale bien. Esa última noche siempre me encuentro desarmando y volviendo a armar la maleta. Angustiada, acomodando mejor las cosas, viendo si lo que tengo que dejar quizá cabe en un huequito, porque al final por muy organizada que crea estar, siempre acabo teniendo que dejar cosas fuera. 

Cuando, por fin acabo, llega un gran suspiro de alivio.

Y entonces viene el viaje.

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Piloto]: La pista de despegue para el vuelo hoy con destino a La Habana, Después de despedir, el tiempo de vuelo será de 9 horas 25 a destino…

[Karla]: Yo soy de las que duermen tranquilamente en los aviones, no necesito tomar nada, cualquier medio de transporte me relaja. Pero cuando el viaje es a Cuba apenas puedo cerrar los ojos. Voy siempre con una mezcla de alegría y preocupación. Como con los nervios por fuera. Camino por el avión, intento leer, veo películas, converso con gente en la cola del baño. Así paso las horas hasta que ya mandan a ponernos los cinturones de seguridad.

Mi vuelo Madrid-Habana aterrizó el 12 de junio a las 7:45 pm. 

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Aeromoza]: Bienvenidos a La Habana. Sigan haciendo uso del cinturón de seguridad hasta que la señal luminosa de cinturones…

[Karla]: Hacía un año que no iba.

Lo primero que me golpea siempre al salir del avión es el calor. Ese calor pegajoso del Caribe. Como si la ciudad me estuviera diciendo: “Bienvenida a casa, a partir de este instante no dejarás de sudar”. En Cuba el aire acondicionado no funciona bien en muchos sitios. A veces incluso no funciona bien en el aeropuerto, entonces toca sudar. Además del calor, hay otra cosa que noto enseguida, pero ésa me gusta más: el acento cubano. Quizá sea porque hace mucho que vivo fuera o porque me relaciono con gente de diferentes latitudes y maneras de hablar, pero la música del hablar cubano me despierta buenas sensaciones. Me hace sentir cómoda, me devuelve a lo que soy. 

El aeropuerto no es muy grande, si lo comparamos con otros aeropuertos internacionales de América Latina. Arrastrando mi maletica de mano atravesé el pasillo que ya conozco. Tiene una pared de cristal. Del otro lado está el salón con las puertas de embarque, la cafetería y pocas tiendas. Yo siempre ando rápido para tratar de llegar pronto a inmigración y que no me toque una cola muy larga. Pero no puedo evitar mirar a la gente que está del otro lado. Son los que se van de la isla. Muchos turistas, y también muchos cubanos. En este último viaje, me pareció que había más cubanos que turistas.

Hay algo en lo que nunca puedo dejar de pensar cuando estoy en el aeropuerto. ¿Qué hará la gente después de montarse en el avión? Los cubanos, quiero decir. ¿Qué harán? ¿A dónde irán? Algunos volverán de visita. Otros quizá ya no vuelvan nunca, porque no quieren o porque no pueden. Porque, aunque ahora viajar sea más fácil, hay cubanos a quienes aún les mantienen restricciones de salida o de entrada. Pienso en Abraham, con quien conversé poco antes de mi viaje a La Habana. Tiene treinta y cuatro años, y lleva casi dos años viviendo en Barcelona. En Cuba era periodista independiente, escribía sobre la realidad del país y un día tuvo que hacer la más terrible de todas las maletas: la del exilio. Cuando le pregunté qué  había llevado en ella, me dijo:

[Abraham]: Básicamente yo vine con una maleta, con lo imprescindible.

[Karla]: Que sería…

[Abraham]: con las tres o cuatro camisas que me gustaban. Creo que traje un pantalón y un par de tenis con los que vine puesto. Todo lo demás lo regalé todos los shores, las camisas. Yo juego… Me gusta mucho el fútbol, el deporte, todo eso lo regalé, con lo que jugaba allí. Creo que me traje… De hecho, aquí veo uno, traje tres libros.

[Karla]: Abraham me dijo que sabe que no puede regresar, al menos no a corto plazo. Mientras yo caminaba por aquel pasillo del aeropuerto no pude dejar de mirar al otro lado y tratar de imaginar qué tipo de maleta llevarían los cubanos que estaban allí. ¿Serían de las que regresan o de las que no? Quién sabe. 

En el control de inmigración no había mucha gente, por suerte, así que salí rápido a buscar mi maleta. Ahí todo siempre es medio desordenado. Las maletas salen por diferentes lugares. Me la pasé cambiando de cinta a ver por cuál salía la mía. Algunas personas compartían un carrito. Uno lo cuidaba mientras los demás se iban moviendo, como yo. Y se escuchaban los gritos, los “por ahí viene una”, “todavía no ha salido la grande”, “¿cuántas trajiste tú?”. Por fin apareció la mía, la monté en el carrito y salí.

Los primeros años mis padres siempre iban a recibirme. Muchos cubanos tenemos esa costumbre: si alguien llega del extranjero, hay que ir a recibirlo. Yo nunca llamaba a mis padres desde adentro. Primero porque no tenían celular. Luego, cuando ya pudieron tenerlo, yo no tenía número cubano, así que imposible. Pero no importaba, sabía que apenas se abriera la puerta de cristal los vería a ellos en primera fila, con la emoción pintada en el rostro. Ahora, ya tengo número cubano, hace rato que lo tengo, pero mis padres ya no me esperan afuera. Él falleció. Ella ya no está para esos trajines. Así que cuando la puerta de cristal se abrió esta vez, vi a otros padres esperando y tantos niños y tantas emociones. Sonreí por ellos y seguí mi camino.

Una de las cosas que me gustaba al volver era que el recorrido desde el aeropuerto hasta mi casa era como un recuento de mi vida. El taxi tenía que pasar junto a mi universidad, la Cujae, donde me gradué de ingeniería electrónica y hasta podía ver, a través de la ventanilla, la casa del estudiante donde se hacía el taller literario al que asistía en aquellos tiempos. Luego, pasábamos junto al conservatorio de música donde estudié guitarra en la secundaria. Por último, en la esquina donde el taxi daba la vuelta para entrar a mi calle, está la escuela primaria donde aprendí a leer. Siempre viví este recorrido como mi viaje personal a la semilla. Como si la ciudad me estuviera diciendo: “Te recuerdo quién fuiste para que no olvides quién eres”.

Pero en este último viaje no fue así. Afuera me esperaba un taxista con quien había hablado por WhatsApp antes de salir de Lisboa. Tenía un cartel con mi nombre. Antes de ir hacia el taxi, me preguntó mi dirección y, cuando se la di, me dijo que prefería hacer otro recorrido. El asunto era la seguridad. Era de noche y en Cuba ahora hay muchos problemas con la electricidad. Los apagones duran horas. Según me dijo, esa zona podía estar totalmente oscura y no quería correr el riesgo de que se le rompiera el carro y tuviéramos que quedarnos tirados porque nos podían asaltar. “Algunos barrios se están poniendo peligrosos”, me dijo: “Se ve que usted lleva tiempo fuera, pero esto ha cambiado, la gente tiene necesidades y eso aumenta la delincuencia”. No me atreví a insistir. “¿Y solo trajo una maleta grande?”, me preguntó. Asentí. Él repitió que se veía que yo llevaba tiempo fuera y echó a andar en busca del taxi.

Ahí me quedé mirando a los que salían. Había gente con bolas envueltas en plástico, como las que hace mi amigo Guillermo, y otros con muchísimas maletas. Cristian, el sobrino de una amiga mía, me contó cómo hacía él para abastecer a toda su familia por un buen tiempo. Él ahora vive en Estados Unidos, pero durante sus últimos años en Cuba fue varias veces al extranjero para visitar familiares y, de paso, regresar con productos para llenar sus despensas. Ésa es la maleta familiar.

[Cristian]: Vengo con cinco maletas de 23 kilogramos. Y con un 95% de comida, prácticamente que es leche, espaguetis, atún y ya. Básicamente eso, pero en bastantes cantidades.

[Karla]: Llegué al apartamento a las diez y pico. En los bajos del edificio me esperaba la amiga que desde hace años nos ayuda en todo, que es casi una hermana para mí. Bajamos mis cosas del taxi. Mamá nos miraba desde el balcón. Subimos y entonces llegaron los abrazos, las conversaciones, el sabor de algunas cosas ricas que salieron de mi maleta, las risas. No sé si a todo el mundo le sucede esto, pero cada vez que llego al lugar donde crecí,  tengo la sensación de que quien se acuesta a dormir esa noche es una versión más joven de mí misma. Es solo una sensación, desde luego, pero me gusta. 

Mi padre fue el que siempre arregló todos los problemas de nuestro apartamento. Afortunadamente yo heredé sus habilidades para reparar cosas, así que cuando él empezó a no poder ocuparse de todo, yo tomé el relevo. Mi madre va anotando los problemas y luego yo me ocupo. Por eso, desde hace tiempo digo que mis viajes a Cuba son “temáticos”. El viaje de la carpintería, otro de la fontanería, el siguiente el de las grietas en las paredes y así. Claro que no todas las cosas las puedo reparar yo.

El “tema” de mi último viaje fue el de la electricidad, algo que yo no podía resolver. Por eso, el día después de mi llegada fue a visitarme un amigo electricista con quien ya me había puesto de acuerdo. De mi maleta salieron los quince metros de cable que él me había sugerido comprar para sustituir el que llegaba al apartamento, que estaba en muy mal estado. El problema quedó resuelto en cuestión de horas. 

Pero ese mismo día me di cuenta de que mi línea de celular cubano había vencido. En casa había un viejo celular que tenía una SIM de las grandes, así que tendría que ir a la telefónica para cambiarla por una micro y ponerla en el mío. Por lo pronto mi madre me prestó su celular.

Al día siguiente, llamé a los familiares de mis amigos, a quienes les llevaba encargos, para avisarles que ya estaba en Cuba. Empezaron a llegar. Cada vez que estoy ante un familiar, siento como si, de algún modo, para esa persona, verme fuera como ver también, un poquito, a su hija o a su hermano o a su madre o a quien quiera que sea que está del otro lado. Lo mismo les sucedía a mis padres cuando yo les enviaba paquetes con otra persona. Las familias pueden hablar por WhatsApp, incluso verse por videollamadas, pero nunca es lo mismo. Besar la mejilla de la hermana de una amiga es como besarla con el beso que dejó mi amiga en mi mejilla cuando nos vimos.

Y así, los tres primeros días fueron de repartos y emociones: estar en casa con mamá, ver a algunos de mis grandes amigos. Tengo una pareja de amigos que siempre va a mi casa el día después de mi llegada. Nos conocemos desde hace mucho, sus hijos son mis sobrinos postizos. Verlos es siempre una fiesta. Yo había llevado café para brindarle a todas las visitas y compré cervezas en la esquina. Solo salí para ir con mi gente del conservatorio al concierto de uno de mis amigos músicos, El Trombón de Santa Amalia y su grupo. Y también  a la oficina telefónica. No pude resolver lo de mi línea esa vez, pero no le di mucha importancia. El problema más grave, el “tema” de mi viaje, que era la electricidad, se había resuelto pronto. Lo demás serían boberías. Eso pensé yo.

Pero el día 6 de mi llegada el vecino de abajo me dijo que el tanque de mi casa estaba dañado porque le estaba cayendo agua a su apartamento.

Aquí debo hacer una pequeña explicación. Como en otros países, en Cuba los edificios tienen en las azoteas unos tanques para suministrar el agua a los apartamentos. Al menos, en teoría. El asunto es que en Cuba siempre han existido problemas con el suministro de agua y en muchos barrios no llega todos los días. Cuando yo era niña, teníamos una reserva de agua en casa, que se llenaba con una manguera, y cuando no llegaba el agua, tocaba bañarse con un cubo y un jarrito. Ahora los cubanos instalamos tanques extras en las azoteas como reserva individual para nuestras viviendas.

En la de mi edificio, además de los cuatro tanques originales, hay ocho instalados por los inquilinos. El peso que carga el techo es enorme, pero por lo pronto, es mejor no pensar en eso. En mi barrio el agua llega un día sí y un día no. Entonces el “día de agua”, que es como se le dice, todos los tanques se llenan. El día que no llega, cada inquilino usa su reserva. Cuando mi vecino me avisó de mi tanque, subí con él a la azotea para revisarlo. Él determinó que tenía un problema en el flotante. Y, por si no lo saben, los tanques funcionan tal como los de los inodoros. Cuando el nivel del agua sube, empuja el flotante hacia arriba y, cuando está en horizontal, el flotante cierra la entrada del agua y ya no entra más. Cuando el flotante no funciona bien, el agua sigue entrando y el tanque se desborda. 

Esa tarde mi vecino regresó a su casa, pero yo me quedé en la azotea. Ahí subía de niña con mi papá para estudiar las estrellas. Contemplé la ciudad. Todos los techos están llenos de tanques, negros y azules, grandes y pequeños. Me dije que si no quería tener problemas con los vecinos, debía cambiar el flotante rápido. Pero, por supuesto, ése no lo había llevado en mi maleta. Así que al día siguiente tenía que empezar a buscar. 

En Cuba el desabastecimiento se ha vuelto crónico y, por eso, después de  que se eliminó el permiso de salida del país en 2013, mucha gente empezó a viajar al extranjero para importar mercancías. Pueden ir desde refresco instantáneo o paquetes de almohadillas sanitarias, hasta artículos de ferretería o electrodomésticos. Esa es la maleta comercial. Así se abastecen muchos de los pequeños negocios privados. Fui a uno de estos al octavo día de mi llegada. No era una tienda como tal, sino un puesto en el portal de una casa.  

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Karla]: Ahí en las casas venden de todo. Hay muchos productos, cosas como ferreterías, cosas de desagüe, las pilas, la las junturas, el flotante que me dijo 3.500. No tienen puestos los precios. Ellos te miran y te dicen el precio que les parece.

3.500 pesos o sea unos 28 dólares. En Lisboa me hubiera costado unos 6 euros. Antes de comprarlo,  decidí hablar con el amigo que me había ayudado con lo de la electricidad. No soy experta, pero sabía que aquel flotante lo habíamos cambiado no hacía mucho, así que preferí estar segura de que sí había que cambiarlo. Mi amigo fue a casa con otro amigo, revisaron todo y determinaron que, en efecto, el flotante no funcionaba bien, pero ése no era el único asunto. La instalación del tanque, hecha por mi padre muchísimos años atrás, ya tenía su problemita y el mismo tanque, que también era muy viejo, tenía un salidero que, al dar a la pared, no habíamos visto. 

Lo único que yo podía hacer según ellos era comprar un tanque nuevo y rehacer toda la instalación. De eso no sabían. No podían ayudarme. Así que ahora me tocaba buscar dónde comprar un tanque nuevo y encontrar a alguien que me lo instalara. Todo lo cual requiere tiempo y dinero, claro. 

Esa noche tuve una pesadilla. A veces tengo sueños raros y, cuando me despierto, anoto los recuerdos que me quedan. Escribí que el tanque estallaba y el apartamento se iba llenando de agua. Todos estaban en casa: mis padres, mi hermana, la amiga que vive con nosotros. Pero yo no veía a nadie, solo escuchaba a papá gritarme que me subiera a la cama. Pero el agua seguía. Mi cuarto se llenaba, los muebles iban desapareciendo. Conozco a alguien que interpreta los sueños y seguramente soñar con agua tiene algún significado interesante. Pero mi sueño era muy simple: tenía que ver, única y exclusivamente, con un maldito tanque roto. 

Al día siguiente, me levanté antes de las seis de la mañana con una resolución: iba a vaciar el tanque y usar otras reservas que teníamos en casa, aunque fueran más pequeñas. Así es como hacen los vecinos que no tienen tanque propio. El nuestro y toda su instalación debían renovarse, pero quería hacerlo bien. Entonces arranqué una página de mi diario y escribí la palabra “flotante” como número uno en una nueva lista y “renovar toda la instalación de agua” como “tema” del próximo viaje. 

Apenas llevaba una semana en La Habana y ya empezaba a organizar mi siguiente maleta.

[Daniel]: Una pausa y volvemos. 

[Daniel]: Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Soy Daniel Alarcón. Karla Suárez nos sigue contando.  

Recién nueve días después de llegar a Cuba, todo parecía calmarse. Ya había decidido que el tanque se arreglaría en mi siguiente viaje y, luego de varias visitas a la telefónica, ya tenía celular. Lo que me preocupaba era que las reservas de comida que había llevado en mi maleta empezaban a disminuir. Tenía pasta, arroz, frijoles, quesos y latas de atún y de sardinas, pero no quería estar comiendo solamente enlatados. Los que viven en Cuba tienen lo que se conoce como una “libreta de abastecimiento” con la cual pueden comprar algunos productos básicos a menor precio, pero hace años que lo que se vende por ahí no alcanza para el mes. Encima, yo no tengo libreta. Tenía que comprar en las tiendas privadas. Y eso también se convirtió en una odisea.

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Karla]: Acabo de salir de una tienda. He comprado un paquete de pollo de unas diez libras a 3.600 pesos y un potecito de helado 350 pesos. Había yogur a 500 pesos, pero no lo compré porque tengo que ir a buscar un cartón de huevos, o sea, 30 huevos que me cuestan 2,000 pesos. Ya no me alcanza con lo que salí. Los precios se dispararon. 

En Cuba existían dos monedas, pero en el 2021 comenzó el proceso para unificarlas en una sola, la original: el peso cubano. A partir de ese momento los precios han aumentado desorbitadamente. Antes de la unificación, 1 dólar equivalía a 24 pesos cubanos, ahora equivale a 110 pesos. Y eso, según el cambio oficial, en el cambio informal sube constantemente. Yo no entendía nada. Llevaba solo casi un año sin ir a Cuba y el país era otro. Que un paquete de diez libras de pollo cueste 3,600 pesos, unos 29 dólares, es insólito. Igual 30 huevos por 16 dólares. Un profesor universitario gana al mes unos 6,000 pesos, que son como 49 dólares. Pero el problema no es solo el precio.

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Karla]: Hoy fui al banco porque tenía que sacar dinero porque no tenía dinero para comprar nada. Entonces fui al banco de 41 y 42 y el cajero no tenía dinero como ayer y antes de ayer. 

Sacar dinero también se convirtió en una aventura complicada. Una vez, luego de recorrer varios cajeros, terminé por entrar a un banco y tras una larga cola, cuando llegué a la ventanilla, el hombre me dijo que solo tenía billetes de 10. Salí de allí como los asaltantes de las películas, llena de fajos de billetes. Pero apenas crucé la calle, enfrente había un mercadito de verduras y todo el dinero desapareció en un instante. Absurdo. Es todo demasiado absurdo.

Una de las cosas que más me desesperaba de todo esto era la cantidad de tiempo que tenía que invertir en actividades, en principio, sencillas: ir a un cajero, comprar en una tienda. Haciendo casi nada se me iban las horas a mí y a todo el mundo. En casa trataban de animarme: tranquila, me decían, tú verás que todo se resuelve.

Pero no. 

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Karla]: Parecería que me estoy inventando las cosas, pero no hace falta. En esta isla no hace falta inventarse nada. Se acaba de romper el refrigerador. Nos dimos cuenta por la mañana. Toda la noche estaba así. Está encendido, pero no congela y apenas enfría. No sé qué voy a hacer. Llorar. No sé. 

Eso sucedió el día 10 de mi llegada. Fue como si la ciudad me estuviera diciendo: “Lo hago para que no te olvides de mí, para que tengas algo que contar”. Pero no quise responderle. 

Después de un largo silencio, agarré el celular para llamar al amigo que siempre tiene un amigo que hace cosas y preguntarle si conocía a alguien que supiera de refrigeradores. Esa noche una vecina se llevó los paquetes de pollo para guardarlos en su casa y que no se echaran a perder. Yo me compré una cerveza y me fui a beberla al balconcito de atrás de nuestro apartamento. Desde ahí, se ve el patio de la primaria donde aprendí a leer. Mientras bebía, del tanque de uno de mis vecinos se empezó a botar agua y otro se asomó a su ventana protestando. Yo alcé la lata de cerveza para brindar en el aire.  

Entre una cosa y otra, aunque la razón principal de mis viajes siempre es ver a mi familia y a los amigos, a esas altura solo había visto a mamá, a los que pasaron por casa y a los músicos con quienes fui al concierto en los primeros días. Con el resto de la gente me había comunicado por teléfono. En La Habana paso horas al teléfono fijo. Tengo una agendita que nunca tiraré a la basura. A veces soy medio fetichista. Está bastante rota. Muchas de sus hojas en algún momento tuve que pegarlas con cinta adhesiva, pero prefiero conservarla, porque ahí están los nombres de toda mi gente a lo largo de los años. Y están las tachaduras. Los que ya no van a responder a un teléfono fijo en La Habana. En este viaje tuve que tachar el nombre de otro amigo a quien solía ver cuando iba allá, pero ya tengo anotado su nuevo número de teléfono, ahora en los Estados Unidos.

Los días que siguieron los dediqué entonces a visitar a mi familia, tías y primos y al resto de los amigos. No son muchísimos, pero son grandes amigos. Esta vez tuve suerte de coincidir con conciertos de varios artistas que me gustan, como el trovador Frank Delgado con quien me une, además, una amistad de hace muchos años. Hasta estuve bailando rock en una de esas discotecas que frecuenta la gente de mi edad, ex adolescentes ochenteros. A veces la música nos salva. O nos hace volar, al menos un ratico. 

Conseguimos reparar el refrigerador cuando me quedaban ya pocos días para regresar a Europa. Otro problema resuelto. El último sábado me invitaron a dar una charla con jóvenes autores en la escuela de escritura. Y como queda cerca del mar, me puse de acuerdo con mis amigos para ir luego a bañarnos. Con tantos problemas aún no había podido hacerlo y esa es una de las cosas que amo. Crecí bañándome en la costa, seguramente por eso prefiero las rocas a las playas de arena. 

Como de costumbre, el agua estaba calentica y transparente. Y se veían peces pequeños. Horas después vimos la puesta del sol con mis amigos. Todos en el agua. Me encanta esa hora. Me zambullí, salí, nadé y mirando el horizonte, me despedí del sol mientras desaparecía tragado por el mar que tanto me gusta. 

Y llegó el momento de hacer mi maleta de regreso. Ésa es mucho más fácil. En cada viaje me llevo libros de la biblioteca de mamá y alguna botella de ron que envuelvo en ropa vieja para que no se rompa. Hay cosas que siempre quise dejar en La Habana, porque pertenecen a quien yo era cuando vivía allá. Ciertos libros y objetos. Es como si dejándolos en su sitio, un pedacito de mí también se estuviera quedando. Mi título de Ingeniería, por ejemplo, siempre estuvo allá, pero esta vez decidí llevármelo. Hace años que no ejerzo de ingeniera, pero ahora quise tenerlo conmigo.

Una vez, conversando sobre la maleta cubana con mi amiga Idalmys, me dijo algo que me pareció muy hermoso. Hace treinta años que ella vive en Canarias y, aunque podría, no ha querido volver a Cuba.

[Idalmys]: Durante muchos años yo viví con las cosas que me cabían en una maleta. Me querían regalar cosas. ¿Quieres una cubertería? Quieres una cosa que sonaba como a establecerse, ¿no?, como a echar raíces. Y yo no la quería. No quería nada. Todo lo que me cabía en una maleta. Y hace algunos años, muy pocos, quizás unos seis años aproximadamente, que yo me compré un sillón, me compré un sillón cómodo y yo quería ver la tele en un sillón reclinable con cierta, con cierto confort. Y el comprarme el sillón me di cuenta que ya ese sillón no cabía en la maleta, que ya me estaba haciendo un poco mayor o estaba empezando a echar raíces, ¿no? Y fue la primera vez, en muchos años, que me di cuenta que ya me quería establecer con ese sillón.

[Karla]: Quizá yo también he empezado a echar raíces y ni siquiera me he dado cuenta. Veinticinco años son bastantes. ¿No? O quizá es que, como dice Idalmys, estamos haciéndonos mayores. Ella y yo tenemos casi la misma edad y partimos en la misma época.

Mi generación vivió la crisis de los noventa con veintitantos años. Ahora tenemos la edad que, entonces, tenían nuestros padres y es, otra vez, la crisis, pero todavía más profunda. Y la gente sigue partiendo, con maleta o sin maleta. En los últimos años el número de emigrantes cubanos ha ido aumentando de manera bestial. Esa gotera no hay quien la repare. Familias enteras se van. Los hijos de los que no se fueron en los noventa lo hacen ahora. Y algunos de los que no se fueron, también. En este viaje encontré a mis amigos más cansados que nunca.  Hartos ya del día a día tan difícil.  Yo, si pudiera, me llevaría alguna gente en mi maleta. 

Llegué a Lisboa un miércoles. Cada regreso es distinto. Dejé la maleta en el suelo de mi estudio y ni siquiera saqué lo que tenía dentro. Total, era muy poca cosa. Durante varios días no quise hablar con nadie. Mandé mensajitos a los amigos de aquí diciendo que había llegado, pero que ya nos veríamos. La verdad es que no tenía muchos deseos de hablar sobre mi viaje. Necesitaba distancia.

Una vez en La Habana me había sucedido una cosa. Como hay problemas con el transporte, yo suelo ir a pie a todas partes. Por suerte me gusta caminar. Una tarde que andaba por una calle llena de árboles vi un flambollán lindísimo y me detuve. Desde que llegué allá me había entristecido ver tantos basureros desbordados. Está sucia mi Habana y eso la afea. Pero aquel árbol era belleza pura: enorme, lleno de flores rojas que formaban como un techo. Me pareció tan hermoso que saqué el celular y le tiré una foto. Ahí una señora pasó a mi lado y sin detenerse comentó: “solo quieren retratar los basureros”. La miré, pero ella ya había seguido de largo. Seguro que no le gustaba que miraran con malos ojos su ciudad. Pero yo solo me detuve a retratar lo bello, señora, lo necesito, porque esta ciudad también es mía. Después, me entró curiosidad, agrandé la foto y sí, más allá del flambollán, al fondo de la calle, había un basurero desbordado.

Durante varios días más seguí sin tocar mi maleta. Hasta que una tarde, me senté frente a ella y me le quedé mirando. Hay veces que ciertos objetos parece que están vivos. Antes de hacer mi viaje le pregunté a mucha gente sobre su maleta cubana. Algunos no quisieron responderme. Dijeron que de solo pensar en eso ya les entraba el agobio o que preferían no dejar su voz registrada, porque les preocupaba quién pudiera oírlos. Los que sí aceptaron responder, lo hicieron entre sonrisas y pausas de silencio. Ahí sentada, mirando mi maleta, me pareció como si de ella empezaran a salir aquellas voces:

[Andrea]: Quisiera llevar todo: materiales de… médicos, jeringuillas, agujas, y alimentos. 

[Guillermo]: Utensilios de cocina o grifos. O una tubería de plástico o cables. Cosas de ferretería. 

[Abraham]: Un par de tenis para la escuela, unos tapones para la natación, pañal desechable, cremita de culo de bebé, estropajos para fregar hasta detergente, hasta papel sanitario, hasta medicinas, aspirinas… Y todo lo que uno va encontrando que vea que que uno sabe que no hay en Cuba y que le nace y lo mete en esa maleta. 

[Karla]: Escuchando aquellas voces en mi cabeza me di cuenta de que si yo no tenía deseos de hablar con nadie era porque había regresado con sentimientos muy encontrados. Mezcla de sonrisas y pausas de silencio. De alegría por haber visto a mi gente y rabia, mucha rabia, por la situación que están viviendo.

En tres semanas a mí me había pasado un poco de todo. Problemas y más problemas, con o sin solución inmediata. Una vorágine, pero que era como un sueño, como una pausa en mi vida cotidiana. Después me monté en un avión y, poco a poco, la isla con sus problemas se fue quedando atrás. Pero así también se iba quedando atrás tanta gente que amo. Todos ellos con sus problemas. Y eso es bien triste.

Varias veces me han preguntado si siento culpa por haberme ido de Cuba o por no querer volver en algún momento. Es la eterna culpa que sienten tantos emigrantes. Pero no, yo no siento culpa. Me volvería a ir mil veces porque no quiero vivir en mi país, aunque tampoco puedo estar tanto tiempo alejada. Ni puedo, ni quiero. 

Me cuesta mucho no poder ver a los que amo, mis padres, mis amigos, la familia. Mi querida tía Josefina que abracé en este último viaje sin saber que esa despedida sería para siempre, porque falleció a poco de mi regreso. Y volveré para echar sus cenizas al mar, como hice con las de mi padre. Y para seguir viendo crecer a mi sobrinos postizos antes de que quizá también ellos emprendan su viaje. Y para acostarme a dormir en mi cama e imaginar que de solo hacerlo vuelvo a ser la que fui. Y para ver los flambollanes llenitos de flores. Y para llevar mi maleta repleta de cosas que me pidan los que vayan quedando, hasta que no hagan falta más que simples maletas de turista.

Parece que, sin darme cuenta, he ido echando raíces en otros sitios pero todavía queda una que tira y que tira y que tira porque es fuerte y se resiste. Así que pensando en todo eso, mientras miraba mi maleta, decidí tirarme al piso para abrirla y, por fin, saqué lo que tenía dentro. Pocas cosas. En su lugar puse el papelito que había escrito en La Habana. Arriba decía: 1. flotante. Al lado: renovar toda la instalación de agua.

Cerré la maleta y, de ese modo, comenzó mi próximo viaje.

[Daniel]: Karla Suárez es escritora y vive en Lisboa. Su novela más reciente se titula El hijo del héroe. Este episodio fue editado por Camila Segura, Natalia Sánchez Loayza, Luis Fernando Vargas y por mí. Bruno Scelza hizo el fact checking. El diseño de sonido es de Andrés Azpiri con música original de Ana Tuirán. 

 

El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Paola Alean, Lisette Arévalo, Pablo Argüelles, Aneris Casassus, Diego Corzo, Adriana Bernal, Emilia Erbetta, Rémy Lozano, Selene Mazón, Juan David Naranjo, Ana Pais, Melisa Rabanales, Natalia Ramírez, Barbara Sawhill, David Trujillo, y Elsa Liliana Ulloa.

Carolina Guerrero es la CEO. 

Radio Ambulante es un podcast de Radio Ambulante Estudios, se produce y se mezcla en el programa de Hindenburg PRO.

Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

 

Créditos

PRODUCCIÓN
Karla Suárez


EDICIÓN
Camila Segura, Natalia Sánchez Loayza, Luis Fernando Vargas y Daniel Alarcón


VERIFICACIÓN DE DATOS
Bruno Scelza


DISEÑO DE SONIDO 
Andrés Azpiri


MÚSICA
Ana Tuirán


ILUSTRACIÓN
Juan Felipe Almonacid


PAÍS
Cuba


TEMPORADA 13
Episodio 13


PUBLICADO EL
12/12/2023

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