Superman en Chile | Transcripción

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[Daniel Alarcón]: Esto es Radio Ambulante desde NPR. Soy Daniel Alarcón.

Esta historia comienza en un colegio, con un niño de seis años, al que su profesora le dice que su papá lo está esperando afuera. Estamos en Santiago de Chile, noviembre de 1987. El país lleva 14 años en dictadura y ese niño, Matías Celedón, ya sabe que existe el peligro: algunas veces, ha levantado el teléfono por la noche y ha oído amenazas.

[Matías Celedón]: Recuerdo haber estado durmiendo y que mi mamá, a mí y a mi hermana, nos sacara cuando mi viejo estaba, de repente, en un programa de televisión, diciendo: nos llamaron que, amenazándonos, que hay una bomba…

[Daniel]: Su papá, Jaime Celedón, es un actor de teatro reconocido, aunque por esos años se dedicaba más a la radio y a la publicidad. Es miembro fundador del Teatro Ictus, una de las pocas compañías de teatro que siguen en pie, luego de muchos años siendo amedrentados. Junto a la mamá de Matías, se han esforzado por mantenerlos a él y sus hermanos ajenos a ese ambiente de terror. Pero el terror se filtra por todos lados: Matías ha oído retazos de conversaciones, ha prendido la televisión y ha escuchado las palabras atentado, protestas, muertos.

[Matías]: Uno como niño percibe, probablemente no con el alcance de realidad de lo que realmente estaba pasando, pero sí con una sensación de estamos en una situación de miedo.

[Daniel]: A sus seis años, nada lo aterroriza más que el dictador Pinochet.

[Matías]: Yo sabía que era una persona mala, que era un asesino ya en ese entonces, ya siendo un niño. O sea, ese era el gran antagonista. O sea, si había un malo que Superman tenía que derrotar era Pinochet.

[Daniel]: Superman. Es que Matías era fanático de Superman. Fanático en serio. Lo dibujaba por todos lados, se hacía disfraces, se ponía gel para hacerse el rulito sobre la frente. Tanto le gustaba, que una vez se hizo el enfermo para no ir al cumpleaños de un compañero, porque quería quedarse con el juguete de Superman que sus papás le habían comprado. Quizás hasta sea poco decir que era fanático… Superman era algo más.

[Matías]: Era la persona después de mi padre, quizás, y mi madre, la persona más importante, si es que era una persona y no un superhéroe. En ese momento no hacía la distinción, pero… pero era Dios, básicamente.

[Daniel]: Veía las películas protagonizadas por Christopher Reeve una y otra vez. Su hermano mayor se las ponía, y él se fascinaba con ese hombre en el que rebotaban las balas, que hasta podía retroceder el tiempo, volando a toda velocidad en sentido contrario a la rotación de la Tierra. Que no le tenía miedo a nada. Veía cómo en la película Superman 2, de 1980, un niño caía a las Cataratas del Niágara y soñaba con ser él quien caía. 

[Matías]: Decía: qué suerte este niño, qué suerte que se cayó en las cataratas (se ríe) y ser recogido por el superhéroe. O sea, como… no veía el riesgo, sino más bien la posibilidad de ser rescatado. 

[Daniel]: Matías pensaba que Superman era real, como él, solo que vivía lejos de Chile. En una ciudad que mencionaban en las películas y, a veces, en su casa: Nueva York. 

 [Matías]: Siempre esa línea divisoria entre lo que se ve en la pantalla y lo que está ocurriendo nunca era muy marcada, o sea, la ficción y la realidad, cuando tienes un padre actor, tiende a ser difusa. Nunca sabes muy bien si está hablando en serio o te está hablando en broma.

[Daniel]: Y su papá, Jaime, le hacía bromas todo el tiempo. Era su manera de jugar con él. A veces, con cara de preocupación, se acercaba y le decía que tenía algo muy serio que contarle… ponía un tono dramático, esperaba un poco, y luego le decía que lo quería mucho. Y se reía. Chistes de papá actor. 

[Matías]: Como que te preparaba para una mala noticia, una cosa media… media oscura, pero tenía esa forma de ser teatral. 

[Daniel]: Pero volvamos a la mañana en la que su profesora le dijo que su papá lo esperaba afuera. Todavía era muy temprano, estaba en medio de la clase,  pero tenía que hablar con él algo que no podía esperar.

Cuando se encontraron, le pidió que lo acompañara al auto. 

[Matías]: Tengo la imagen de estar adentro del auto, sentarme en el asiento de copiloto, mi papá muy serio, como hablándome, explicándome que iba a pasar algo importante en estos días.

[Daniel]: No mucho tiempo atrás sus padres se habían separado, y Matías esperaba otra noticia mala… de adultos. Aunque venir a buscarlo al colegio, de la nada, a decirle algo importante… bien podría ser otro de sus chistes… 

[Matías]: Y pensé que iba por ese lado y en ese momento, me dice bueno, Matías, esto te tengo que pedir que sepas… guardes un secreto, no le puedes comentar ni a tus compañeros ni a tus profesores, no lo puedes comentar a nadie, pero… va a estar Superman alojándose en la casa. 

[Daniel]: Matías se quedó esperando que se riera.

[Matías]: Y dije: es otra de las bromas de mi papá, pero me dijo: pero no, te estoy hablando en serio, esto tú no se lo puedes comentar a nadie… 

[Daniel]: Su tono, esta vez, era distinto. Matías no supo qué responder. 

 [Matías]: Qué.. qué.. cómo Superman, ¿Sup? ¿Estamos hablando del mismo Superman? Porque era cómo que… cómo va a estar Superman en la casa. 

 [Daniel]: Su padre insistió y le pidió que le creyera: Superman iba a estar en su casa, y él tenía que guardar el secreto. Matías se bajó del auto desconcertado, sin entender qué estaba pasando. Había sonado el timbre del recreo y cuando se unió a sus amigos no les dijo nada. ¿Superman en su casa? ¿El Hombre de Acero? Se iban a reír de él. O peor: iban a decir que era un mentiroso. 

Pero su papá no mentía. Superman iba volando hacia su casa.

Una pausa y  volvemos.

[MIDROLL]

[Daniel]: Estamos de vuelta en Radio Ambulante. Nuestro editor Nicolás Alonso nos sigue contando. 

[Nicolás Alonso]: Ya vamos a volver con Matías y su padre, pero retrocedamos unas semanas primero, al martes 3 de noviembre de 1987. Exactamente al momento en que el teléfono rompió el silencio del departamento de María Elena Duvauchelle. Amiga de Jaime Celedón, la actriz era parte del Teatro Ictus y de la directiva del Sidarte, el sindicato de actores y actrices de Chile. Cuando contestó, escuchó a Lili, la secretaria. El miedo en su voz era evidente.

 [María Elena Duvauchelle]: Ella me dice: “Acabo de abrir el sindicato y por abajo pasaron una amenaza de muerte”.

[Nicolás]: Habían pasado una carta por debajo de la puerta. María Elena le pidió que no se moviera de ahí, por nada del mundo, y marcó el teléfono de un abogado de un organismo de Derechos Humanos. Ya tenía experiencia recibiendo amenazas. Unos años antes, cuando estaba a punto de iniciar una función en la sala que tenía con Julio Jung, también actor y entonces su esposo, una llamada les había anunciado que había una bomba en el lugar. 

Ese día, parte de la recaudación era para un sector pobre de Santiago, y el público venía de allí, invitados por un sacerdote. Los policías encontraron un paquete debajo del escenario y lo desactivaron, o eso dijeron. Ella pensó que esa bomba, real o no, lo que buscaba era darles un mensaje.

[María Elena]: Claro. En ese momento sentías un miedo atroz a que pasara eso, explotara esa historia. Pero después te daba una rabia enorme y te daba un valor enorme para enfrentarte a ellos, porque te dabas cuenta de cómo te trataban de asustar, cómo te manipulaban. Entonces estabas entre el miedo y la rabia.

[Nicolás]: Desde el inicio de la dictadura, el teatro y el arte, en general, habían sido perseguidos. Se habían cerrado teatros universitarios, actores habían sido apresados y torturados. Algunos desaparecidos. Pero algunas compañías se habían decidido a resistir, y el Teatro Ictus era una de ellas. Al principio, reuniéndose de forma casi clandestina, y más tarde montando obras que no entendieran los militares pero sí el público, para esquivar las represalias. Muchas veces, los seguían autos sospechosos cuando salían de sus funciones. Al actor Nissim Sharim le habían lanzado dos veces artefactos explosivos hacia el patio de su casa. A María Elena y Julio Jung les habían enviado una corona mortuoria a su departamento. O a veces respondían el teléfono y escuchaban ráfagas de ametralladoras. A Jaime Vadell, exmiembro del grupo, le habían incendiado la carpa donde montaba sus obras. El régimen no reconocía que estuviera detrás de estos atentados. Y, por supuesto, nunca había culpables.

Esta vez era una carta, con una sentencia de muerte y un plazo. Apenas llegó al sindicato de actores, María Elena la leyó en silencio.

 [María Elena]: A contar de esta fecha: 30 de octubre de 1987, los siguientes testaferros del marxismo internacional tienen un mes de plazo para hacer abandono del país.

 [Nicolás]: Debajo, un listado de 25 nombres y seis compañías de teatro. 78 personas en total. Al final de la hoja, una consigna —“por un arte y una cultura libre de contaminaciones foráneas”—, y un dibujo… el rostro de un hombre, amordazado, con la mira de un arma apuntando justo entre sus ojos.

María Elena entendió de inmediato lo que significaba.

[María Elena]: Se me dio vuelta el mundo porque no podía entender de que… de que si nosotros no dejábamos el país… es decir, éramos muertos.

[Nicolás]: La carta añadía una última amenaza: cualquier aviso a la prensa sería duramente castigado. Iba firmada por el Comando 135 Acción Pacificadora Trizano, una organización de la que nunca antes habían oído hablar. De inmediato pensaron que podía ser una facción de la CNI, la Central Nacional de Inteligencia, el brutal organismo de inteligencia del régimen, una sospecha bastante lógica que, dadas las circunstancias, era muy difícil de comprobar. Ese año, además, varios “comandos” de origen incierto habían amenazado y secuestrado a dirigentes sociales y políticos de oposición. Lo que sí estaba claro era de dónde venía el nombre: era una referencia a Hernán Trizano, un exmilitar que a fines del siglo XIX había dirigido un temido grupo de gendarmes en el sur del país, dedicado a perseguir indígenas, bandidos y desertores de la guerra del Pacífico. Un tipo acusado de aplicar la “ley de fuga”: es decir, soltar a los prisioneros para luego ejecutarlos por la espalda. 

[María Elena]: Yo dije: no nos vamos a ir. Entonces: hay que llamar gente, hay que llamar a un psicólogo…

[Nicolás]: Alguien que los ayudara a procesar lo que estaba pasando.

[María Elena]: Por favor. O sea, porque, lógico, va a haber gente con mucho miedo, con ganas de pescar maleta e irse.

[Nicolás]: Muchos, de hecho, ya habían vivido en el exilio antes, y recién regresaban. María Elena había estado diez años en Venezuela. En 1976, mientras estaba de gira por ese país, el régimen la había declarado a ella, a sus tres hermanos y a su esposo, todos actores, un peligro para la seguridad del Estado. Para 1984, cuando les permitieron regresar, los militares seguían asesinando opositores a plena luz del día. Los actores llevaban años organizándose, y en los momentos más complejos, en el Teatro Ictus tenían un sistema de cuidadores: si uno tenía una función, otros lo esperaban a la salida. Y si pasaba algo raro, avisaban al sindicato, que según María Elena ya reunía a unos 300 actores, actrices, dramaturgos y técnicos. 

[María Elena]: Lo que pasa es que los militares le tenían miedo al teatro porque el teatro te despierta, te abre la mente, te hace pensar.

[Nicolás]: En un intento por validarse ante la opinión local e internacional, Pinochet había anunciado que se realizaría un plebiscito en octubre de 1988, para definir si su dictadura se mantenía en el poder por ocho años más. Tenía un fuerte control sobre la información, el terror de la CNI y estaba seguro de obtener una victoria. Pero las protestas en las calles eran cada vez más grandes y también la presión de los organismos de derechos humanos. Y Estados Unidos, que a través de la CIA había apoyado su llegada al poder, ya había tomado distancia del régimen. 

Para entonces, los actores  participaban en casi todas las grandes protestas y eventos culturales en contra de la dictadura y, por esos años, además, varios se habían vuelto muy famosos. No por sus obras, sino por algo más mundano: como era casi imposible vivir del teatro, habían empezado a salir en algunas telenovelas. Eran shows muy livianos, pero la gente los amaba. Se reía, lloraba con ellos… eran casi parte de su intimidad. Y luego veía a esos mismos actrices y actores en las noticias, en el tumulto de alguna protesta, gritando que Pinochet era un asesino. 

Poco después de que llegara la carta, los actores empezaron a reunirse en el sindicato. Entre las compañías amenazadas estaba el Riel, Grupo Q, El Telón. Sabían que con que el Comando Trizano matara a uno o dos actores o dramaturgos, ya bastaba para aterrorizar al país. Pero a pesar del miedo, decidieron resistir. Muchas personas estaban arriesgando su vida para recuperar la democracia, y les tocaba a ellos. Así que pusieron un recurso judicial de protección, aunque no significara mucho por ese entonces, y armaron grupos de vigilancia para los amenazados. 

[María Elena]: Se empezaron a armar de cinco o seis que se turnaban cuidando a distintos actores que eran los que más estaban en peligro, entre comillas.

[Nicolás]: Los más expuestos, por salir con nombre y apellido en la lista. Entre ellos, el presidente del sindicato en ese momento, Edgardo Bruna. El nombre de María Elena no aparecía, pero sí el de su esposo, Julio Jung. En esos días, decidieron que darían una conferencia para que la gente se enterara de las amenazas de muerte, y que empezarían a leer un mensaje en las obras de teatro de todo el país. Y más importante que eso: esperarían la hora señalada en un acto cultural público. Si iban a resistir, lo harían juntos, pasara lo que pasara. Cuando cayera la noche del 30 de noviembre, el día del ultimátum, estarían allí, esperándola.

Pero algo era esencial: la mayor cantidad de ojos tenían que estar mirando hacia ese escenario. Todos los ojos del mundo. Así que empezaron a llamar a sindicatos de actores de otros países para contarles lo que estaba pasando en Chile. Y pronto empezaron a recibir respuestas, de todas partes.

[María Elena]: Empezaron a llegar en esa época eran los fax, de actores de distintas partes del mundo. De Alemania, Italia, diciendo que estaban con nosotros…

[Nicolás]: Muchos tenían algún amigo, en algún lugar, a quien llamar. Y el teléfono del sindicato no paraba de sonar de vuelta. Un día conversaban con Robert Redford, otro con Robert DeNiro o con Jane Fonda… María Elena recuerda lo extraño que era estar, de un día para el otro, con figuras de ese calibre del otro lado de la línea. Les decían que estaban con ellos y se comprometían a  denunciar lo que estaba pasando… aunque en un país como Chile, donde se secuestraba y desaparecía gente, quizás no bastaba solo con eso. Necesitaban algo más contundente.

Entonces María Elena pensó en el escritor Ariel Dorfman, uno de los dramaturgos más importantes del país. Vivía en Carolina del Norte, luego de ser expulsado por segunda vez de Chile. Escribía columnas en el New York Times y tenía algunos amigos más que famosos en Estados Unidos.

Tal vez él podría ayudarlos a hacer un poco de ruido.

[Ariel Dorfman]: El Chile del 87. Ese Chile era un hervidero de terror y de esperanza. La dictadura estaba dedicada a reprimir cuanto pudiera precisamente para poder controlar el plebiscito, que era una especie de trampa en que se habían metido.

[Nicolás]: Este es Ariel Dorfman, quien fue exiliado por diez años luego del golpe de Estado. Regresó a Chile un tiempo en 1985, pero en el 87 fue expulsado otra vez, luego de denunciar en el extranjero el asesinato del fotógrafo Rodrigo Rojas de Negri, amigo suyo del exilio. Su homicidio fue uno de los crímenes más atroces de la dictadura: unos militares lo rociaron con gasolina, a él y a otra joven, y los prendieron fuego en pleno centro de Santiago, antes de dejarlos moribundos en un terreno baldío.

Ariel se involucró en las gestiones para intentar salvarlo y para ayudar a su madre a volver del exilio a verlo, antes de que muriera. Luego denunció el crimen en medios como The Washington Post, y se enfrentó en televisión con el embajador chileno en Estados Unidos. Cuando intentó volver al país, un tiempo después, lo tomaron preso y lo expulsaron.

Esa mañana de noviembre de 1987, estaba en su despacho trabajando en un libreto cuando entró la llamada desde el sindicato de actores.

[Ariel]: María Elena dijo que estaban muy asustados y muy determinados a no irse. Hay esa sensación de que sí, esto se va a hacer, van a matar a uno, van a matar a otro. Dijeron: No, vengan a matarnos a todos, vamos a estar acá… en el mismo lugar.

 [Nicolás]: María Elena le dijo que estaban decididos. Pero necesitaban que todos los reflectores del mundo estuvieran apuntando sobre ese escenario.

Y para eso, ya tenían una idea en mente…

 [Ariel]: Y me dijo: Ariel, nosotros vamos a hacer un gran acto el día 30 para decir que no nos vamos, si tú puedes conseguir alguna celebridad, alguna persona destacada, alguna estrella… sería muy muy bueno para nosotros. Estamos tratando de hacer lo mismo en España, en Argentina, en varias otras partes del mundo.

[Nicolás]: Pero no que mandaran un saludo, nada más. Que se atrevieran a viajar,  esa noche, a resistir junto a ellos. A Ariel le pareció una gran idea.

[María Elena]: Y Ariel automáticamente me dice, bueno, hay que hablar con alguien famoso. Entonces, claro… Yo te llamo, me dice. Tum.

[Nicolás]: Ariel evaluó opciones. En esos años, había hecho muchos contactos entre actores y actrices estadounidenses. Pensó en Meryl Streep, por ejemplo, aunque estaba filmando en Australia. También en Jane Fonda… pero tampoco era tan sencillo. Tomar un avión, volar a un país peligrosísimo, esperar un ultimátum al lado de 78 condenados de muerte. Era una locura… pero tenía que intentarlo. Consiguió que el New York Times le reservara una columna de opinión para denunciar lo que estaba pasando, y llamó a muchos actores. Todos se comprometían a alzar la voz, a apoyar… pero claro, otra cosa era subirse a ese avión…

Fue la poeta y activista Rose Styron la primera que lo mencionó: ¿y si fuera Superman el que viajara a resistir junto a ellos? ¿No sería perfecto? ¿Quién podía atraer más reflectores que el mismísimo Hombre de Acero?

[Ariel]: No sé si fue la primera conversación que tuve con ella o después la idea de que Superman iría. Es una cuestión… porque había que buscar a alguien de la cultura absolutamente más popular que pudiera existir, ¿no?

[Nicolás]: Superman. Es decir, Christopher Reeve, uno de los actores más famosos del mundo en ese momento. No es que la poeta fuera su amiga, pero sí lo era de Margot Kidder, la actriz que había actuado de Lois Lane en todas las películas de la saga. Si la idea de llevar a un actor de Hollywood a Chile en plena dictadura era difícil, que fuera Reeve, a solo cuatro meses del estreno de Superman 4, parecía un delirio. Pero valía la pena intentarlo.

[Ariel]: Además es imponente, grande, bonito, linda persona… que él fuera para allá y se pusiera al lado de ellos podía salvarles la vida, ¿no es cierto? A estos actores…

[Nicolás]: Pasaron unos días, hasta que el teléfono volvió a sonar en el despacho de Ariel Dorfman. Era Margot Kidder. Y ya estaba enterada del plan.

[Ariel]: Yo voy a hablar con Chris, dijo. Yo creo que va a ir porque es valiente, porque le importan estas cosas, porque es audaz y porque es una aventura, ¿no? Porque ese es el tipo de persona que es él.

[Nicolás]: Era sabido que Reeve, a sus 35 años, tenía un espíritu aventurero: piloteaba aviones, hacía equitación, hockey sobre hielo. Y estaba muy involucrado en el activismo social: apoyaba fundaciones, a veces daba charlas sobre problemas sociales o iba a hospitales a ver a niños cuyo último deseo era conocer a Superman. No había tenido un año sencillo, se había separado de su pareja y Superman 4 había tenido críticas muy negativas, pero tenía fama de buen tipo y era un miembro muy activo en la Asociación de Actores de Estados Unidos. Si aceptaba ir, su voz podría hablar en nombre de muchas más.

La llamada sucedió la mañana del 22 de noviembre.

[Ariel]: Y suena al otro lado la… la voz de Superman, ¿no? Que yo reconocí de inmediato y me pidió que yo le explicara la situación.

[Nicolás]: Reeve ya había leído el artículo de Ariel en el New York Times, dos días antes. Ariel le contó sobre la carta, el Comando Trizano, el ultimátum.

[Ariel]: Fue como una media hora de conversación. Y me preguntó: “Bueno, ¿cuán peligroso es Chile para mí, si yo voy. Y yo le dije: “Mira, yo no te puedo dar la menor garantía de que no te vayan a matar”.

[Nicolás]: Eso era cierto: no tenían cómo saber qué podía suceder. 

[Ariel]: A la dictadura no hay que suponerle ninguna racionalidad. Es una gente desquiciada, simplemente, ¿no? Por ahí un grupo de la policía secreta podría pensar que por su cuenta lo mejor es matarte y atribuirle esto a un comando de izquierda.

[Nicolás]: Reeve le hizo otra pregunta:

[Ariel]: ¿Y si voy, cómo ayudaría eso a mis colegas chilenos? Y yo dije: “si vas, puedes salvarles la vida”. Y mira, yo me acuerdo como si fuera ayer, realmente. Hubo como tres, cuatro segundos de pausa. Silencio. Y me dice: «Then, I’ll go». Iba a ir. 

[Nicolás]: Ariel temblaba de emoción. Apenas cortaron, empezó a buscar pasajes de avión, y a hacer las gestiones para que Amnistía Internacional apoyara el plan. Pero no pasó mucho rato antes de que el teléfono sonara otra vez. Reeve quería preguntarle algo que había dado por sentado: si él lo iba a acompañar. O sea… él lo había invitado. Pero Ariel acababa de ser expulsado del país, si intentaba ingresar con él, iba a politizar demasiado un viaje que debía verse como lo que era: un acto solidario de actor a actor. No podía acompañarlo… y Reeve no podía ir solo así que el plan se caía antes de comenzar. Pero su esposa, Angélica Malinarich, profesora y trabajadora social, había estado escuchando todas las conversaciones en el despacho…

[Angélica Malinarich]: Yo le dije a Ariel: mira, este pobre, solo, no puede ir, alguien tiene que acompañarlo.

[Nicolás]: Le dijo que Reeve ni siquiera hablaba español…

[Angélica]: Que no tenía idea de lo que pasaba en Chile políticamente o las barbaridades… realmente. Sabía, pero no es lo mismo enfrentarla… enfrentar la realidad chilena, que era una locura.

[Nicolás]: Necesitaba a alguien que conociera el país, los métodos del régimen y que lo protegiera de ser usado para cualquier otro fin.

[Angélica]: Yo no lo iba a defender, tú comprenderás que yo mido 1.50m y soy delgada (se ríe). Entonces yo le dije a Ariel: “Mira, yo no voy a ir a defender a Superman, físicamente, pero yo lo puedo guiar, porque yo sé las trampas que hay en Chile”.

 [Nicolás]: Angélica sabía mantener la calma cuando las cosas se ponían feas. En 1973, mientras Ariel vivía escondido por haber trabajado para el gobierno derrocado del socialista Salvador Allende, ella se había encargado de recuperar sus borradores literarios y de hacer desaparecer sus papeles políticos. Los había sacado de su estudio en un carrito de verduras. Una tarde, cuando salía de visitarlo de la casa donde estaba oculto, unos policías de civil la habían subido a un furgón para interrogarla, y ella los había convencido de que iba ahí a darles clases particulares a unos niños. 

Acompañar a Reeve era un riesgo, sí… pero no sería el primero.

 Compraron los pasajes para la noche del 29 de noviembre. Así llegarían a Chile la mañana del lunes 30, el día del ultimátum. María Elena aún recuerda bien el momento en que Ariel los llamó para darles la noticia.

[María Elena]: Una sensación maravillosa de… Como que decíamos ya, poco menos que Superman nos salva es, para reírnos un poco, ¿me entiende? Por que entremedio de todas estas tragedias, el humor es muy importante, te fijas, para poder pasar esta historia. Sin humor, estái jodido.

 [Nicolás]: En el sindicato todos festejaban.

 [María Elena]: Hay gente que lloraba y gente que se reía y gritaba coño, maravilla, maravilla. Ya, para nosotros eso era un alivio tener a alguien para ese día que estuviera con nosotros.

[Nicolás]: Y con Superman camino a Chile la noticia iba a salir en los medios de todo el mundo. Ariel le contó que sería su esposa Angélica quien lo acompañaría. Y él estaría pendiente al teléfono, por si había que dar la alarma a las organizaciones de Derechos Humanos o a la embajada. En los últimos días además se había puesto en contacto con varios congresistas estadounidenses. 

María Elena le contó que también vendrían los actores Germán Covos y Fernando Marín, de España; Michael Leye, de Alemania Federal; Raúl Rizzo, y Patricio Contreras, desde Argentina, entre otros. Y traerían cartas firmadas por miles. Iban a resistir con ellos, y esa solidaridad los emocionaba. Ya sentían que serían muchos más que 78 sobre ese escenario.

Angélica tomó un vuelo desde Morrisville, en Carolina del Norte y Reeve volaría desde Nueva York. Iban a encontrarse en la sala VIP de la aerolínea chilena LAN, en el aeropuerto de Miami. Angélica estaba nerviosa. El viaje tenía que ser lo más discreto posible, pero era una idea absurda: cómo iba a ocultar a Superman en un avión. Ya tendría que lidiar con eso… ahora le preocupaba que se acercaba la hora de salida y Reeve no aparecía.  

 Así que decidió subirse al avión. Iban en primera clase, claro. 

[Angélica]: Porque tú no podías mandarlo a él en clase turista, donde yo no creo que las piernas le habrían cabido entre los asientos, además.

[Nicolás]: Cuando llegó a su asiento, vio que el de al lado estaba vacío.

[Angélica]: Me siento… y en eso entra él. 

[Nicolás]: Reeve vio que era la única mujer sola en primera clase y le preguntó si era Angélica. Entonces se sentó a su lado, en la ventana. Ella no era fan de Superman, y estaba acostumbrada a compartir con actores y escritores famosos. Pero Reeve, con su metro 93, le pareció un tipo imponente.

[Angélica]: Me impresionó por lo grande que era, y esos ojos tan lindos, unos ojos claros, muy bonitos. No sé. Tenía algo muy impresionante su presencia. 

[Nicolás]: Al principio, dijo que estaba cansado y Angélica trató de no molestarlo. Pero Reeve era piloto y, por eso mismo, tenía la costumbre de no dormir en los vuelos. Él le dijo que tenía hambre y pidieron comida.

[Angélica]: Nos trajeron la comida y imagínate las asistentes estaban pero todas con los ojos inmensos, abiertos. Yo en realidad no podía comer mucho porque él empezó a preguntarme cosas de a poco. Qué pasaba en Chile, cómo lo veía yo, que quiénes eran estos actores.

[Nicolás]: Reeve quería saber todo sobre los 78 amenazados: quiénes eran, qué tipo de teatro hacían, por qué los perseguían. Y también quería saber dónde se iba a alojar esa noche que pasaría en Santiago.

[Angélica]: Yo le dije: mira, lo único que me han dicho a mí es que es un lugar muy seguro, porque lo único que pedimos nosotros con Ariel era que tenía que ser un lugar con máxima seguridad.

[Nicolás]: Pasaron buena parte del viaje conversando. A pesar de su fama planetaria y del efecto que causaba en todos los que pasaban ahí cerca, a Angélica le pareció un tipo de lo más normal, sin ningún aire de grandeza. 

[Angélica]: Era una persona muy, como te dijera, muy como cualquier ser humano. Conversando con él, uno creía que era cualquier persona. No una estrella, ni una persona tan conocida ni nada.

[Nicolás]: Aunque la tripulación estaba tan extasiada con su presencia, que le llevaron el desayuno solo a él y se olvidaron del de Angélica. Antes de aterrizar, las asistentes lo fueron a buscar y lo llevaron a la cabina. El capitán quería que viera el aterrizaje con él.

Una vez en tierra, los hicieron entrar al aeropuerto por un acceso especial, para que la gente no se les viniera encima. Reeve llevaba solo un equipaje de mano: estaría ese día en Santiago y volaría al día siguiente. Pero Angélica se iba a quedar una semana y tenía que esperar su maleta. Era inevitable que, en ese lapso, todas las miradas cayeran sobre ellos. 

Estaban en eso, cuando Angélica vio entre la gente a dos policías vestidos de civil, caminando hacia ellos. Cuando llegaron, le hablaron directo a ella.

[Angélica]: Y me dicen: queremos hablar con el… caballero.

[Nicolás]: Angélica se puso nerviosa.

[Angélica]: Yo le digo: ¿para qué? Bueno, son cosas que tenemos que preguntarle. Bueno, yo lo acompaño. Entonces me dice: No, no, usted no puede entrar. Él tiene que entrar solo.

[Nicolás]: Ella los siguió por el aeropuerto hasta que entraron a una oficina y cerraron la puerta. Trataba de mirar lo que pasaba adentro, pero los vidrios opacos no dejaban ver nada. Tampoco servía acercar el oído a la puerta.

 Es fácil imaginar lo que pasaría por su cabeza en ese momento. Su misión era sacarlo lo más desapercibido posible y subirlo al auto en que lo esperaban los actores  afuera. Pero no llevaban ni una hora en Chile y ahí estaba Christopher Reeve, encerrado con dos agentes de civil interrogándolo. Angélica no había logrado sortear la primera trampa: quizás el plan no iba a durar mucho, después de todo.

[Angélica]: Y pasó el tiempo. Yo no sé, mira, podrían haber sido cinco minutos, como puede haber sido media hora, pero se me hizo largo. En eso se abre la puerta y sale. Muchas gracias, perdone la molestia, perdone la demora. Siempre andan pidiendo perdón, después que hacen todo lo que hacen.

 [Nicolás]: Angélica esperó a que nadie los escuchara. 

[Angélica]: Entonces, le digo: Chris, ¿qué pasó? Entonces me dice “naaada, querían conversar de mí, de mis pe-lí-cu-las”. ¿Te imaginas? ¿De mis películas? Querían sacarse fotos con él.

[Nicolás]: Para eso lo habían llevado a una sala a interrogarlo.

[Angélica]: Mira la locura, mira la locura desde todo lo que estaba pasando al otro lado, a la salida del aeropuerto y en la ciudad, y mira, mira esta gente haciendo eso. Esa es la locura de Chile.  

[Daniel]: La locura de Chile. Y recién estaban llegando.

 Una pausa y volvemos.

 [MIDROLL]

 [Daniel]: Estamos de vuelta en Radio Ambulante, soy Daniel Alarcón.

Antes de la pausa, escuchábamos como el actor Christopher Reeve, famoso en todo el mundo por interpretar a Superman, tomó un avión hacia el Chile de Pinochet. El plan era que acompañara a un grupo de 78 profesionales del teatro amenazados de muerte. Junto a él iba la chilena Angélica Malinarich, con la misión de que su estadía en el país fuera lo más segura posible.

Ese mismo lunes 30 de noviembre se vencía el plazo que les había dado el Comando Trizano para irse, pero iban a resistir en un acto masivo.

Nicolás Alonso nos sigue contando.

[Nicolás]: Salir del aeropuerto no fue tan sencillo: algunos medios habían publicado sobre su venida, el diario La Época había titulado “Superman llega el lunes” y un tumulto de gente lo estaba esperando. Reeve dio una primera declaración en inglés ante la cámara de TVN, el canal del Estado, pero sus palabras no fueron traducidas en la señal que salió al aire.

Se abrieron paso entre la gente hacia el auto en donde los esperaba María Elena Duvaucheulle, junto a su esposo, el actor Julio Jung. Llevaban un rato estacionados ahí, esperando, y otros actores aguardaban en otros autos. La idea era avanzar en comitiva, por si algo pasaba en el camino. 

María Elena esperaba ansiosa a que aparecieran.

 [María Elena]: Y veo este tremendo gallo… lo hermoso que era, además, hermosísimo.

 [Nicolás]: Reeve sabía por Angélica y Ariel quién era ella, y le dio un abrazo fuerte. Le dijo que estar ahí, acompañándolos ese día, significaba mucho para él.

 [María Elena]: Y que él estaba muy emocionado con esto, pero una cosa como: vamos a la pelea. ¿Te fijas? Fantástico.

 [Nicolás]: De momento, irían a la pelea en un pequeño Mazda en el que a Superman apenas le cabían las piernas, pero lo metieron como pudieron. Reeve no paraba de hacer preguntas. Quería saber más sobre las cosas que le habían contado: los actores perseguidos por la dictadura, las amenazas, el asesinato de Víctor Jara, que además de cantante había sido un gran director de teatro. Angélica hacía de traductora. Por esos días, ya habían empezado a manifestarse: habían hecho una protesta en frente al Teatro Municipal, y algunos actores se habían hecho camisetas con el dibujo de un blanco de tiro y la frase: “Dispárenme a mí primero”.

Así llegaron al departamento de María Elena. Angélica quería saber cuál era el lugar de máxima seguridad donde, le habían dicho, iban a alojarse. Y María Elena le dijo que, bueno… que lo que tenían de momento era la casa del actor Jaime Celedón. Que iban a poder estar tranquilos ahí porque Jaime se había separado hace poco de su esposa, que se había mudado con los niños, así que estaba él nada más, con la casa vacía. ¡Hasta tenía piscina! Angélica la escuchaba, tratando de que no se le torciera la cara.

 [Angélica]: Entonces yo le digo: Bueno, y qué garantía hay de que la casa de un actor, que además está amenazado (se ríe), pueda ser garantía. Me dice no, porque mira, nadie sabe, nadie casi ubica su casa. No sé, yo ya dije “bueno, caso perdido el mío”. Ok, como decimos nosotros: “vamos a arar con los bueyes que tenemos”.

 [Nicolás]: Además, tenían que ponerse en acción. Ya habían convocado a la prensa a una conferencia en la sala La Comedia, del Teatro Ictus, justo al frente del departamento de María Elena. La idea era que hablaran Reeve y los invitados internacionales. Tenían que empezar a hacer ruido porque esa misma noche se cumplía el plazo del ultimátum, y era clave que se supiera que Superman y los demás habían viajado porque estaban del lado de ellos. 

Ese mismo día, la revista Apsi, uno de los pocos medios que se atrevían a hacer periodismo independiente a pesar de la persecución del régimen, había publicado a página completa una pregunta: ¿A qué viene Superman, realmente? Del otro lado, una enorme caricatura mostraba al superhéroe de los cómics, vestido con su traje y capa, volando con Pinochet en brazos. 

 A Reeve el chiste no le hizo mucha gracia. Esto no era ningún cómic, era la vida real… y todos estaban en peligro. Este es Ariel Dorfman.

 [Ariel]: Que no le gustó mucho, digamos. Que dijo esto es muy serio, esto no, no, no un chiste ¿no? Pero es gracioso que… ¿para qué vino a Superman? Para llevarse al dictador.

 [Nicolás]: En la sala  había por lo menos un centenar de personas y quizás más. El lugar estaba repleto. En una mesa con micrófonos sobre el escenario, se instalaron Reeve, los otros invitados internacionales, el presidente del sindicato, Edgardo Bruna, Angélica y María Elena, frente a los periodistas de varias agencias. Angélica recorría con la mirada todo el lugar.

[Angélica]: Si el teatro estaban funcionando las salidas de emergencia, todas esas cosas, porque ahí sí que podría haber habido peligro, pero yo no se lo iba a decir a él.

 [Nicolás]: A Christopher Reeve. María Elena observaba a la gente que estaba en el teatro. Había periodistas, actores, curiosos… y también un grupo de agentes de la CNI junto a la escalera, o por lo menos así lo sospechaban los del sindicato. 

 [María Elena]: Estábamos preocupados, preocupados de que no salieran con algún… dispararan a alguien, no creo que a él, porque habría sido terrible. O a algún actor o alguien que se saliera de madre y estaban los tipos ahí. Podía pasar. 

[Nicolás]: El ambiente era muy tenso cuando la conferencia empezó. Entre los medios locales estaba Cooperativa, una de las pocas radios de oposición que se mantenían al aire. Este es un registro de lo que dijo Reeve ese día. A su lado, se escucha cómo Angélica va traduciendo sus palabras.

 (SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Christopher Reeve]: I think it’s important to add that I’m not here on a political basis at all. I’m here as actor to actor, worker to worker, friend to friend. All our concern, I think, in Spain, in Germany, in Argentina, in England is on the human rights issue that no actor, no performer should ever have to live under these kind of threats. (Aplausos)

 [Angélica]:  Lo tra… lo traduzco? Bueno. Él quiere dejar en claro que él no viene acá con una posición política, viene como actor a solidarizar con los actores, según él dice de actor a actor.

 [Desconocido]: De hermano a hermano.

 [Angélica]: De hermano a hermano, ¿did you say that? from brother to brother?

[Reeve]: That’s right. Worker to worker.

[Angélica]: De trabajador a trabajador, de hermano a hermano.  Y que ningún actor debería trabajar en estas circunstancias amenazantes.

[Nicolás]: Reeve quiso dejar en claro su admiración por los actores chilenos.

[Reeve]: We all share admiration for the courage, the incredible courage that these 77 actors and these seven groups are showing under this kind of… this kind of threat.  

[Angélica]: Que admiran la valentía de estos actores chilenos, que como dijo antes, siguen trabajando bajo estas circunstancias.

[Nicolás]: Reeve leyó una carta que llevaba de parte de los actores estadounidenses, y luego habló un invitado de Alemania y otro de España, que contó que su sindicato le había enviado un telegrama directo a la oficina del dictador Pinochet, haciéndolo responsable por cualquier cosa que pasara ese día. Y dijo que estaban ahí, acompañando a sus colegas chilenos, como ellos los habían apoyado antes, cuando el fascismo los perseguía en España.

 [Angélica]: Chris era el único que nunca había tenido experiencia de… de, de dictadura o de lo que sea

[Nicolás]: Los demás ya habían sobrevivido, ellos o sus padres, a algún tirano. 

[Angelica]: Eran gente… claro, no era un…un… un ser inocente en ese sentido, como era Chris, que no podía creer que alguien le quitaran el derecho o algo.

[Nicolás]: Cuando todo terminó, almorzaron en una pizzería y luego se fueron a la casa de Jaime Celedón. La habían elegido porque era amplia y quedaba en un sector acomodado, pero también porque estaba a tres cuadras de la embajada de Estados Unidos. Muchos años después, Jaime escribiría en sus memorias que hasta el embajador lo llamó para pedirle que lo alojara.

Los actores habían montado su propio sistema de guardaespaldas: cuatro permanecían afuera de la casa, día y noche, para proteger a Reeve. Mientras él se acomodaba en la habitación de Jaime, que se mudó a otra pieza, los actores se juntaron en la sala. Eran casi las seis de la tarde: en pocas horas se cumpliría el ultimátum. El acto de resistencia, que habían bautizado “Arte y Vida” sería a las ocho en el Estadio Nataniel, una cancha de básquet en el centro de Santiago. Todo era bastante incierto, aunque ya habían pagado el arriendo. 

[Angélica]: Muchas llamadas por teléfono, muchas noticias, llegaba alguien y decía: mira, por ahora no hay luz verde porque algo estaba pasando. Ahí ya se notaba que los actores estaban nerviosos, porque imagínate, de eso dependía todo.

 [Nicolás]: De que estuvieran todos juntos, en un mismo lugar, esa noche. Horas antes, una llamada anónima había dado aviso al sindicato de que una segunda carta estaba llegando. Entonces, un sobre había aparecido bajo la puerta. Decía: “El plazo para irse del país se cumplió, ahora tendrán que atenerse a las consecuencias”. Y avisaban que uno de la lista iba a pagar por no haber hecho caso a la orden de no divulgar las amenazas. La lista ahora incluía a tres actores más, y los nombres de cinco jóvenes desaparecidos por el régimen en esos meses, y estaba sellada con una mancha de sangre.

Angélica estaba asustada, pero no quería que nadie lo notara. Era algo que había aprendido desde el golpe de Estado: había que controlar el susto, siempre. Que ningún militar pudiera olerlo. Aunque hacían bromas y se animaban entre ellos, no tenían idea de cómo terminaría esa noche. El plan era responder las amenazas de muerte con un acto de celebración de la vida: algunos invitados iban a leer poesía, otros a cantar o a bailar.

Aún así, sabían que las cosas podían ponerse feas.

 [Angélica]: La CNI que llegara todos los militares con metralleta o con lo que fuera, cualquier cosa, o que llegaran todos estos grupos locos que andaban sueltos también o nos matarán con bombas o nos llenarán de bombas lacrimógenas y ahí en todo eso, nadie sabe quién dispara a quién.

 [Nicolás]: Pero no había tiempo para echarse atrás. A Angélica le dijeron que un auto iba a venir a buscarlos a ella y a Reeve, y se preparó para lo que fuera. 

Angélica se sentó con Reeve en el asiento trasero. Adelante iban un chofer y un encargado de seguridad. Le habían explicado a Reeve que podrían haber disturbios, y que, si tiraban bombas lacrimógenas, tenía que morder un limón y cubrirse con un pañuelo. Así los efectos no serían tan fuertes. En los alrededores del estadio ya se notaba que el ambiente estaba agitado.

 [Angélica]: Había mucha gente afuera, había muchos policías afuera…  con metralletas…

[Nicolás]: Y comenzaron a ponerse nerviosos. 

[Angélica]: El chofer dijo: mmm-mmm. Vamos a parar. Entonces paramos casi frente al estadio. Justamente donde paramos había alguien que estaba haciéndonos señas.

[Nicolás]: Era otro encargado de la seguridad de los actores. El hombre les dijo que el estadio estaba totalmente bloqueado por la policía. No iban a poder pasar. A último minuto, el Ministerio del Interior había cancelado el permiso para el evento, a pesar de que gran parte del público ya llevaba dos horas adentro. Así que el hombre les pidió que se alejaran unas cuadras del estadio, y esperaran allí en el auto, mientras los actores amenazados decidían qué hacer.

Cuando el auto se detuvo, el encargado de seguridad que iba con ellos se bajó a conversar con otros tres que bajaron de otro auto que venía detrás. Llevaban walkie talkies para comunicarse con los demás invitados. Angélica trataba de escuchar, pero no quería que Reeve se bajara.

 Mientras tanto, afuera del estadio, María Elena y el presidente del sindicato, Edgardo Bruna, seguían presionando para que los dejaran entrar. Entonces comenzaron los disturbios.

 [María Elena]: Y ahí empiezan las bombas lacrimógenas. Y todo el mundo gritaba al garaje, al garaje, al garaje.

[Nicolás]: Al Garaje Matucana. Un garaje de autos reconvertido en un espacio de contracultura, en el que tocaban bandas y a veces se hacían fiestas. Cabían, con suerte, unas mil personas, pero no había tiempo para pensar en otro lugar. Quedaba a unas 30 cuadras de donde estaban, y los actores y el público empezaron a marchar, entre los gases de las bombas lacrimógenas. 

Unas cuadras más allá, en el auto, Angélica miraba ansiosa a los hombres de seguridad. Entonces uno se acercó y le informó del cambio de planes.

 [Angélica]: Yo le digo: ¿qué es el garaje Matucana? Me dice: bueno, es un garaje con una sola entrada, con una sola salida, sin ventanas. O sea, tú entras por la puerta, la única puerta que hay. La única abertura que hay. Y al fondo, allá, estaba el escenario.

 [Nicolás]: Angélica se asustó. Y entendió que tenía que ser sincera con Reeve, que miraba sin entender qué estaba pasando. Así que le dijo:

[Angélica]: Chris esta es una situación en la cual tú vas a tener que decidir qué hacer. Este lugar es muy riesgoso.

[Nicolás]: Le explicó que no había ventanas ni salidas de emergencia. Nada.

[Angélica]: Aquí puede pasar cualquier cosa. Y yo no quiero tomar la decisión por ti. Esto es, tú el que tiene que decidir esto. Y te vuelvo a decir: es mucho el riesgo.

[Nicolás]: Reeve lo pensó unos segundos y le dijo:

[Angélica]: ¿Qué pasa con los otros artistas participantes? ¿Van a ir? Y yo le digo sí. Entonces yo también voy, me dijo. Y yo le digo: ¿estás seguro? Sí, estoy seguro. Vamos.

[Nicolás]: Así que el auto arrancó, entre los gases, la policía y el tumulto. La entrada al Garage Matucana era un caos. Una multitud de personas se amontonaba frente a la puerta, intentando entrar. Una cuadra más allá había otra protesta, y las bombas lacrimógenas volvían el aire irrespirable. Desde el auto, Angélica y Reeve oían el estallido seco de los disparos, entre los cantos de miles de personas, que coreaban una frase que se oía en todas las protestas contra Pinochet: “Y va a caer, y va a caer…”. 

Angélica y Reeve observaban la entrada del garage, que a él lo hizo pensar en una bodega para guardar avionetas, hecha pedazos. Angélica no sabía qué hacer. No había querido separarse de Reeve desde que se bajaron del avión, pero no iba a poder hacer nada por él adentro. Algunos actores estaban llorando. Reeve creía que si entraba, no iba a  volver a salir de allí, pero el presidente del sindicato lo trataba de tranquilizar. Le decía que estaría a salvo con ellos…

Angélica trataba de pensar con claridad, entender su papel en ese momento límite. Había una estación de gasolina, frente al garage. Tenía un teléfono público. Si algo pasaba, quizás podía llamar cobro revertido a Estados Unidos.

[Angélica]: Entonces yo dije ya aquí, por lo menos yo llamo inmediatamente a Ariel y él se encarga inmediatamente de dar la voz de alarma o yo puedo llamar a la embajada para que hagan algo un poco más inmediato, ¿no?

[Nicolás]: Le explicó su idea a Reeve. No sacaba nada entrando con él, había actores que lo iban a proteger mucho mejor que ella. Él le preguntó si no era muy peligroso que se quedara allí afuera sola, esperando, pero ella le dijo que no se preocupara. Además, estaría con el chofer. Así que se acercó a los otros actores y les entregó a Superman. “Compañeros, por favor…”, les dijo, y no hizo falta que dijera nada más. Seis guardaespaldas agarraron a Reeve y, abriéndose paso entre la gente, lo metieron en el garage. Cuando entró, la explosión del público lo dejó sin palabras. Nunca antes lo habían recibido con esa intensidad: entre ovaciones, gritos, euforia y lágrimas.

María Elena lo recuerda asustado en ese momento.

[María Elena]: Muy asustado, porque entró a un galpón sabiendo que afuera estaba la policía y disparos y qué sé yo. O sea, no llegó a un teatro, no, llegó a un galpón. Una vaina semi oscura, además, terrible, que había que poner luces y vainas… porque… olvídate lo que era eso.

 [Nicolás]: Angélica no encontró monedas para el teléfono público, pero convenció al hombre que atendía la estación de prestarle uno. Solicitó una llamada de cobro revertido y llamó a su esposo, Ariel Dorfman, a Estados Unidos. 

 [Ariel]: Me dijo: él está adentro y yo estoy aquí esperando, porque si algo llega a pasarle a él, yo tengo que avisarte para que tú puedas avisar al mundo, ¿no?

[Nicolás]: Le contó de las bombas lacrimógenas, de la policía afuera.

[Ariel] : Yo no sabía si además ella iba a terminar entrando allá para hablar con él. No sabía si mi mujer se moría, si mi nuevo amigo se moría. Si se morían además todos mis amigos de… de teatro.

[Nicolás]: Ansioso, Ariel se quedó pegado al teléfono de su despacho. No podía hacer otra cosa. Angélica le pidió al chofer que dejara el auto en la estación de gasolina, y se sentó en él a esperar. Tampoco podía hacer otra cosa.  

[Angélica]: Así que para mí fue una espera, pero eterna ahí en ese auto. Ahí sé que fue largo. Fue largo.

[Nicolás]: Empezaba a oscurecer. En el garage, unas dos mil personas se apretaban en el piso y se trepaban a los pilares que sostenían el techo. El calor era tremendo y había poco aire, pero nadie se movía. Después de lo que había pasado con el estadio, los actores estaban enojados. La policía estaba fuera, habían desobedecido sus órdenes, y la gente seguía cantando en contra del régimen. De adolescente, Reeve había acompañado a su padre profesor a algunas protestas en Estados Unidos, pero esto era algo distinto. 

Ya lo habían sentado en la tarima, con los otros invitados y varios actores amenazados, cuando la luz se cortó. O alguien la cortó. Entonces la gente se quedó en silencio por una media hora, mientras trataban de arreglarla.

Recién cuando volvió, entre la ovación del público, empezaron los actos. Iban subiendo al escenario, uno a uno, los invitados. Uno cantaba una canción de Víctor Jara, otro recitaba un poema, otro daba un discurso. Había grupos de rock, performances artísticas. Los actores respondían preguntas sobre las amenazas y el sentido de estar ahí esa noche, y los invitados leían mensajes de actores y directores de todo el mundo. 

El noticiero clandestino TeleAnálisis, que se distribuía de mano en mano en VHS, fue el único medio que registró parte del acto. En las imágenes se ve a Reeve serio, ya de noche. Un actor lo traduce frente a la cámara:

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Christopher Reeve]: I’m here to show support to the threatened actors of this country. 

[Actor]: Él viene a hacer solidaridad con los actores que están amenazados.

[Nicolás]: Entonces el actor lee una carta que Reeve trae de Estados Unidos.

 [Actor]: Cuenten con nuestro respaldo en este tiempo tan difícil que vive el pueblo chileno y reciban nuestra admiración por el trabajo creativo que siguen haciendo bajo condiciones de amenaza y presión. Y aquí la firma, una gran cantidad… 

[Reeve]: And it is on behalf of 38 thousand american actors.

[Actor]: Y esto está respaldado por 38 mil actores norteamericanos.

 [Nicolás]: Reeve sonríe y le hace una pequeña reverencia al periodista, antes de volver al escenario con sus compañeros. María Elena lo recuerda sofocado por el calor extremo, pero conmovido por lo que estaba viviendo. Muy pendiente de conversar con los actores y gente del público que se subía al escenario. 

[María Elena]: Yo creo que no se ha olvidado nunca Christopher de ese momento, solo en películas podría haberlo vivido. Esta gente que de repente uno cantaba, el otro le decía que estaba orgulloso de que estuviera acá en este país.

[Nicolás]: Los actores le traducían y él opinaba, hacía una pregunta, pero tampoco era el centro de atención. Mientras la hora del ultimátum se acercaba, la gente seguía conversando y cantando, y el miedo iba cediendo: estaban juntos y eso, de alguna forma, los hacía sentir seguros. Tanto como podían sentirse en ese Chile. Unos aplaudían, otros reían. No era terror lo que se respiraba. En un momento de la noche, Reeve leyó su carta y dijo unas palabras, pero lo que dijo no quedó registrado más que en la memoria de los presentes. 

 [María Elena]: Que para él esto era realmente importante en su vida. El hecho de viajar de un país tan lejano, tantas horas de viaje para llegar a solidarizar con los actores, con los dramaturgos y para él esto era como un honor,  a pesar de las circunstancias, de lo que pasamos.

[Nicolás]: También les agradeció por ese día impresionante, y dijo que iba a contar, en su regreso a Estados Unidos, lo valientes y hermosos que eran todos allí. Eran cerca de las once de la noche y nadie había entrado a matarlos. Tal vez porque estaban en ese garage los 78 juntos, con artistas de afuera y miles de personas, apoyándolos. O tal vez porque el propósito de la carta nunca fue otro que infundir terror. No había cómo saberlo, pero algo había quedado claro: habían sobrevivido, el miedo no había podido con ellos. 

Angélica, que se había ido un rato antes al departamento de María Elena,  allí esperaba. Reeve había mandado a decirle que quería quedarse hasta el final, para que no estuviera toda la noche afuera. Quería seguir conversando con los otros artistas, conocer más sobre sus vidas. Pero ya era casi la medianoche, habían regresado María Elena y varios de los invitados, y Reeve no llegaba. Seguía pasando el tiempo, seguían llegando actores, y nada. Angélica estaba cada vez más intranquila.

 [Angélica]: Y yo dije: “No, esto no es normal, María Elena. ¿Qué está pasando? Algo le tiene que haber pasado”. “No”, me dice la María Elena, “cálmate, no pasa nada, Seguramente se quedó conversando con alguien”. Pero imagínate, seguramente se quedó conversando con alguien. Eso lo dices tú después de una sobremesa, en una comida normal y en tiempos normales.

 [Nicolás]: Cuando por fin llegó, cerca de las 12, Angélica suspiró aliviada. Se había quedado conversando hasta casi el final, cuando quedaban dos o tres actos. Estaba cansado, pero no quería que terminara esa noche. Y, en efecto, no terminó: apenas iba entrando y ya le estaban sirviendo pisco, empanaditas, sangría. Si algo no les faltaba a esos actores era entusiasmo. Y acababan de sobrevivir al ultimátum: si no celebraban ahora, entonces cuándo.

 La noche terminó tarde. Angélica y Reeve se fueron con Jaime Celedón a su casa, y ella casi no pudo dormir. Se levantó temprano, a buscar algo para desayunar. Le llevó el desayuno a la pieza a Reeve, y hablaron de lo que habían vivido el día anterior, que ninguno olvidaría.

 [Angélica]: Estaba muy contento, muy contento de haber tenido contacto con la gente. Eso es lo más que le importaba.

 [Nicolás]: Esa mañana pasearon en auto por el barrio alto y a Reeve le impresionó la desigualdad respecto al Chile que había conocido el día anterior. De vuelta en la casa, Angélica quería dejarlo descansar, pero eso, no iba a ser posible. Pronto empezó a sonar el timbre. 

[Angélica]: Y llegan los niños, llegan los hijos de Jaime y un primo. Llega la esposa de Jaime, que no vivía ahí, una hermana de la esposa. Y yo le digo: Oye, ¿pero qué es esto? Aquí nadie iba a venir nadie, ¿ya?. Bueno, esto es Chile, ya. Qué le vamos a hacer.

 [Nicolás]: Uno de los niños que esperaba era Matías Celedón, el hijo de 6 años de Jaime. Había aguantado, todo lo que había podido, el secreto que le había dicho su papá en el estacionamiento del colegio: que Superman, su ídolo, iba a estar en su casa, aunque al final le había contado a su mejor amigo. Estaba nerviosísimo. Esa mañana, su mamá lo había retirado del colegio y él se había enterado de que era hora: iban a ir a conocer al Hombre de Acero.

Matías atravesó el pasillo de la casa al lado de su mamá, hasta la puerta que daba al patio. Y cuando dio un paso afuera, lo vio. Era imposible pero era verdad: estaba ahí, sentado en una mesita, charlando con su papá, hasta parecían amigos.

 [Matías]: Y era Superman tomando desayuno, sin capa y sin traje, pero aparte que medía dos metros, no sé, cuerpo tonificado. O sea, era Superman de frente, claro. Mi papá mide 1,65, 1,70. Éramos como los hobbits frente a Viggo Mortensen. Era realmente un superhéroe.

[Nicolás]: Además, hablaba en inglés, el idioma de Superman. 

[Matías]: Y tenía una impronta y un aura especial.

[Nicolás]: Al principio quedó en shock. Matías dice que todavía puede recordar lo que sintió en ese momento: una mezcla de terror y admiración, que lo dejó mudo. Como si, de pronto, se apareciera en medio de tu living… no sé… un dios egipcio. Pero lo sacó del shock el mismo Superman, que le preguntó cómo se llamaba. Él, que sabía un poco de inglés por el colegio, balbuceó: 

[Matías]: “Hi, my name is Matías, ¿how are you? Y él: “Fine, thank you”. En fin, una micro conversación en inglés, que fue pa mí como alucinante, y en esa conversación me dijo que él tenía un hijo que se llamaba Matías. 

[Nicolás]: Matthew, apenas más grande que él. Matías sentía que Superman le estaba contando un secreto muy personal: algo que no salía en los cómics. 

 [Matías]: También eso me lo humanizaba, el decir: ah, bueno, Superman tiene un hijo. Que eso se salía del cómic, del canon. O sea, que yo sepa, con Luisa Lane no llegaron a tanto, al menos en la películas.

[Nicolás]: Lo miraba hipnotizado, mientras Superman hablaba con su papá y con Angélica, la misteriosa mujer que lo había acompañado desde Estados Unidos. Y se preguntaba por qué estaba vestido así… como ellos. 

[Matías]: O sea, no está el traje. Aquí, si es Superman vino como Clark Kent, era como un poco más la lógica. Era como y por qué está sin anteojos, si Clark Kent es con anteojos, pero era como más bien diciendo: bueno aquí vino el Superman de civil. 

[Nicolás]: Algo debe haber preguntado Matías, porque se quedó convencido de esa idea: que Superman tenía que camuflarse así, como uno más entre ellos, para cumplir la misión a la que había venido. Una que, seguramente, tenía que ver con derrotar a Pinochet. Tenía sentido, después de todo. Mientras tanto, otros niños ya iban llegando al patio y cayendo en el mismo shock que él. Eran los hijos del grupo de actores más cercano a su papá.

[Matías]: Tampoco era que llegaran muchos, muchos niños, porque tampoco es que digamos que había un aparato de seguridad muy, muy seguro, eran actores. O sea, probablemente eran muy buenos fingiendo su posibilidad de ser grandes guardaespaldas, pero a la hora de los quí hubo, cómo se dice, hay que ver a qué llegaban.

[Nicolás]: Matías recuerda el impacto que le causó que Superman fuera tan sencillo, tan cariñoso. Jugaba con ellos, les contaba cosas de su país, de su vida. Y también recuerda, cómo no, uno de los momentos más lindos de su infancia: cuando se metieron a la piscina y él los levantaba, con sus dos metros de altura, y los lanzaba por los aires. Matías volaba, y mientras lo hacía, sentía que estaba viviendo la película que tantas veces había visto: que él era el niño que Superman rescataba de las Cataratas del Niágara.

[Matías]: Fue como se cumplió un sueño. O sea, estoy en la piscina y es Superman el que me está como jugando a tirarme lejos para caer al agua. Eso sí lo recuerdo como diciendo ¡guau! O sea, realmente las cosas imposibles pueden llegar a ocurrir, que yo creo que eso sí me trajo consecuencias hasta grande.

[Nicolás]: Difuminó, un poco más, la línea que separa lo real de lo inalcanzable. Hoy Matías es novelista, lo real y lo ficticio son su material de trabajo.

 Cuando llegó el momento de llevar a Reeve al aeropuerto, estaban todos muy emocionados: en solo dos días, habían pasado de la extrañeza inicial de conocer a una estrella de Hollywood, a algo mucho más profundo: habían encontrado un compañero. 

Ahora se iba y tal vez nunca volverían a verlo.

[María Elena]: Booh.. yo me emocioné mucho, le dí miles de gracias que mi vida iba a quedar siempre un recuerdo maravilloso. Era un tipo extraordinario.

[Angélica]: Un abrazo, por supuesto, tuvo que doblarse en dos más o menos y muchas gracias de nuevo. Yo le dije “que tengas un safe trip”. Y se fue muy contento. 

[Nicolás]: Antes de irse, les dijo una cosa más: que iba a contarle a todo el mundo, en Estados Unidos o donde fuera, lo que había vivido en ese viaje.

Y efectivamente fue así. 

Ya me había ido del departamento de María Elena, luego de entrevistarla, cuando me llamó para que volviera. Cuando me abrió la puerta, tenía en la mano un cassette muy viejo. En sus etiquetas, mohosas y despegadas, estaba escrito Conversations in Exile. A. Dorfman–Cris Reeve. Se lo había enviado Ariel en 1989. Apenas me fui, se puso a buscarlo, entre cajas que seguramente no se abrían hace mucho tiempo.  “Con devuelta” me dijo y me lo entregó. 

 Cuando lo digitalicé y lo escuché, entendí que era la pieza que le faltaba a esta historia. Allí estaba Cristopher Reeve, allí estaba Superman, un año después, contando en una charla pública todo sobre el viaje: lo que pensaba, lo que había sentido. El público, asistentes de un Festival de Teatro en la ciudad de Williamston en Michigan, lo escuchaba muy atento, mientras conversaba con Ariel Dorfman.

(SOUNDBITE DE ARCHIVO)

[Reeve]: There was a mob of people outside the entrance to this garage… At this point now there was no way I was going to go home. And the people are screaming and chanting…

[Nicolás]: Reeve les contaba todo lo que había pasado ese día: el garage, la multitud, las ametralladoras, los cantos contra el régimen, los disturbios.

[Reeve]: And also the military could just crack down on the whole thing.

[Nicolás]: Les decía que era muy importante sensibilizarse, como estadounidenses, por la responsabilidad de su país en el ascenso de Pinochet al poder.

[Reeve]: We created this monster… 

[Nicolás]: Pero, sobre todo, les hablaba de lo mucho que había impactado en su vida conocer a esos actores, viviendo cada día bajo la espada de Damocles, arriesgando sus vidas…

[Reeve]: Sword of damocles…

[Nicolás]: De la intensidad con que actuaban, cantaban, recitaban…

[Reeve]: The sense of solidarity that came to me was something I’ve never experienced before.

[Nicolás]: De la solidaridad que había entre ellos, algo que él nunca había visto antes. Y de cómo resistían cada momento de tensión, cada golpe. 

[Reeve]: But these actors… these actors always rebound. They laugh. They enjoy themselves. 

[Nicolás]: Esos actores, les decía, siempre se recuperaban y se reían. Era su forma de estar de pie. De no dejar que el terror nunca, jamás, pudiera con ellos.

[Daniel]: Reeve dijo que su visita a Chile cambió su forma de entender el arte y su relación con la política. Al año siguiente, participó en la Franja del NO, la campaña para sacar a Pinochet en el Plebiscito. En su mensaje, le recordó a los chilenos que el voto era secreto y el futuro estaba en sus manos.

[Reeve]: Remember that the ballot is secret, and the future of your country is in your hands. 

[Daniel]: Pinochet perdió ese plebiscito, y en 1990 la democracia volvió a Chile. 

Cinco años después, en 1995, Reeve cayó de un caballo y quedó tetrapléjico. Los actores chilenos recibieron la noticia con dolor: no podían aceptar que alguien que se había arriesgado así por ellos tuviera ese destino trágico. Con los años, lo homenajearon en varias de sus obras de teatro y en 2004, poco antes de su muerte, el Estado de Chile le entregó en Nueva York la Orden Bernardo O’Higgins, el mayor honor para un extranjero. Reeve recibió la medalla en su silla de ruedas, muy emocionado, y dijo que nunca olvidaría esos días en Santiago. 

Nicolás Alonso produjo este episodio. Es editor en Radio Ambulante y vive en Santiago, Chile.

Este episodio fue editado por Camila Segura y por mí. Desirée Yépez y Bruno Scelza hicieron el fact-checking.

El diseño de sonido es de Andrés Azpiri y Rémy Lozano con música original de Remy.

Nuestro agradecimiento a Radio Cooperativa, al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos y a Yerko Yankovic, excamarógrafo de TeleAnálisis. 

El resto del equipo de Radio Ambulante incluye a Paola Alean, Lisette Arévalo, Aneris Casassus, Emilia Erbetta, Fernanda Guzmán, Camilo Jiménez Santofimio, Juan David Naranjo, Ana Pais, Laura Rojas Aponte, Barbara Sawhill, David Trujillo, Ana Tuirán, Elsa Liliana Ulloa y Luis Fernando Vargas.

Natalia Sánchez Loayza es nuestra pasante editorial. Selene Mazón es nuestra pasante de producción. Zoila Antonio es nuestra practicante de audiencias.

Carolina Guerrero es la CEO.

Radio Ambulante se edita en Hindenburg Pro. Si eres creador de podcast y te interesa este programa entra a Hindenburg.com/radioambulante y haz una prueba gratuita de 90 días. 

Radio Ambulante cuenta las historias de América Latina. Soy Daniel Alarcón. Gracias por escuchar.

 

Créditos

PRODUCCIÓN
Nicolás Alonso 


EDICIÓN
Camila Segura y Daniel Alarcón


VERIFICACIÓN DE DATOS
Desirée Yépez y Bruno Scelza


DISEÑO DE SONIDO
Andrés Azpiri y Rémy Lozano


MÚSICA
Rémy Lozano


ILUSTRACIÓN
Cristina Estanislao


PAÍS
Chile


TEMPORADA 12
Episodio 1


PUBLICADO EL
09/20/2022

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